domingo, 7 de diciembre de 2008

La Placita

 

 

Salió a almorzar después del mediodía. Solo. Más que nunca , ese día, quería almorzar solo, en la misma placita de siempre. No tenía ganas de hablar con nadie. Todavía lo incomodaba la profunda vergüenza de la mañana. Aquella vergüenza le molestaba aún más que la irritación que le quedó como saldo, luego de bajar del Subte y rascarse el culo tan desesperadamente como lo hizo. No por haberse convertido en bizarro actor de una escena tan indignante como atractiva. (Un tipo todo sudado, saliendo del atestado vagón, al desgarrador grito de "permisoooooo", revoleando el maletín, apoyando su brazo enyesado contra los azulejos de la pared de la estación, y refregándose el ojete con furia mientras separaba sus piernas como si fuese a defecarse encima) No le importaban sus morbosos espectadores. Que se jodieran! Sí, la rubia, aquella aterrada princesa que huyó de él despavorida, y casi descompuesta. Qué habrá pensado...? Sólo recordar este incidente lo hundía en la más insoportable vergüenza.

Llegó a la placita y buscó un lugar apartado y fresco. El sol de septiembre le brindaba tánta luz ese día que escogió la generosa sombra de un viejo ombú.

Desenvolvió el paquete con su sandwich de jamón y queso y comenzó a almorzar, entregándose lentamente a la extraña tranquilidad de esa prolija placita incrustada en el medio del infernal microcentro. Mientras abandonaba los irritantes  pensamientos sobre su temprano incidente, sintió un tímido alivio; el de no haber pensado para nada en Sofía. Sólo le había preocupado lo que habría pensado de él aquella desconocida de dedos perfectos.

Casi sin darse cuenta, se acabó el almuerzo, y quedó sentado a la sombra, contemplando ese pequeño universo que se desplegaba ante él con indiferente inocencia. La creciente comodidad de su cuerpo, apaciblemente recostado en el banco, paulatinamente fue borrando la incomodidad de sus recuerdos. Así, hasta entregarse dócilmente a la luz de la tarde sobre los árboles añosos, al silencio de los otros pobladores de la plaza, a los ecos cada vez más lejanos de la ciudad inagotable.

Observó con cuidado cada detalle. Varios tipos, como él, de traje, sentados, en silencio, comiendo, mirando hacia la nada. Quién sabe qué vergüenzas estarían sufriendo secretamente también ellos? Otros, sentados en grupos de a dos, o tres, conversando despreocupadamente. Los estrechos senderos de adoquines, dibujando simétricos recorridos sobre el césped ralo y amarillento. Y en el medio, como un exótico vértice de esta suerte de polígono de pasto y árboles, un arenero, con algunos juegos infantiles. Le llamó la atención que allí, en medio de esa zona donde abundan oficinas, comercios y bancos, una pequeña plaza ostentara este mágico espacio de esparcimiento, algo despintado, pero alegremente atractivo.

"Quién puede vivir por acá? Yo nunca veo niños acá en el centro" Intentó vanamente reconstruir en su memoria alguna imagen que le diera una impresión de algo infantil, cotidiano. Un niño yendo a la escuela del brazo de su madre; o, simplemente corriendo con algunos amigos. Pero nada le venía a la mente. No recordaba ninguna escena así en esas veredas raquíticas y grises. Sólo entreverarse con miles de rostros anónimos, como él.

De repente llegaron dos o tres chicos, como de entre cinco y siete años, correteando entre la gente, que ni siquiera los veían. Cada uno hundido en sus vidas, en sus pensamientos, en sus propias historias.

Los niños se avalanzaron a los juegos como alegres cachorros, ahullando de placer y libertad, mientras la madre llegaba, retrasada, para observarles que tuvieran cuidado, que despacio, que ojo con las hamacas....

Los dos más pequeños se ubicaron en el sube y baja. La nena, aparentaba ser la mayor entre ambos. Su cabello castaño y prolijamente recogido, sus ojos negros y brillantes, como dos perlas. El nene, en cambio, con el cabello muy rubio y los ojos claros. Ambos derrochaban sonrisas y un generoso e indescifrable griterío que impunemente se iba adueñando del lugar, o, al menos, del breve descanso de Octavio.

Él los observó con atención. Como si fuera invisible para ellos. De hecho, todo parecía invisible para esos niños, todo menos los juegos. Ni siquiera veían a la madre que los vigilaba de cerca, sentada en un borde.

Se detuvo en sus gestos. En las expresiones de sus rostros a medida que se impulsaban desde el suelo con sus piernas incansables, o cuando bajaban velozmente hacia la arena blanda y caliente, para volver a empujar. Todo, mientras gritaban y reían con placer infinito. Cuando subían, lo hacían con emoción y vértigo, con una alegría desenfrenada. Y cuando caían, lo hacían casi con rabia, deseando llegar hasta abajo para emplear todas sus fuerzas, para volver a subir, para volver a emprender su fugaz vuelo.

Octavio quedó increíblemente maravillado por este mágico vaivén, por este juego tan simple y humano. De pronto, aquello que veía con un interés meramente curioso y vacío, se convertía en su mente en una imagen nítida, en una metáfora abrumadora de lo que era la vida para él. Un sube y baja. Impulsado por él mismo. A veces, con toda la euforia de haber llegado a las alturas, para luego sentir la inevitable decepción de saber que siempre hay que bajar, llegar lo más bajo posible, para poder volver a impulsarse....Así, una y otra vez, irremediablemente. La compleja maquinaria de su vida se le aparecía frente a sí como un mecánico y básico juego de niños. Tal vez lo más importante fuera seguir siendo eso, un niño, para poder continuar jugando.

Ya su tiempo de almuerzo había terminado. La pequeña placita había quedado atrás, en ese extraño sitio a dónde siempre llegaba sin saber dónde era. Y volvía a su oficina con la cabeza llena de ideas y preguntas. Pero con la particular sensación de estar pisando la arena con firmeza, para luego despegar con todas sus fuerzas hacia arriba, hacia el cielo, hacia otro lugar.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Heroe

Caminó sin pausa, casi sin pensar; como si ese acto mismo de caminar fuera apenas un reflejo, una mecánica respuesta a algo, a cierto estímulo, o cierto golpe. Caminó, procurando borrar de su cabeza la imagen que tánto lo había marcado. Ya ni siquiera escuchaba los repetidos y desparejos arpegios de aquel acordeón. Ya ni siquiera pensaba en Sofía. Tan sólo andaba, de memoria, por las ruidosas calles. Así llegó hasta la boca del Subte. Así, también, bajó por la escalera, incorporándose, anónimamente, a la callada marea humana que se deslizaba por los escalones. Así llegó hasta el andén, quieto, adormecido por la rutina. No había tánta gente, aunque era suficiente. Tal vez una mínima ventaja de haber salido tarde de la oficina ese viernes. Huir de la hora pico, pensó.
Mientras esperaba, vagamente distraído por la publicidad de los televisores de la estación, algo le llamó la atención. Tal vez un movimiento, tal vez algún tipo de percepción. No podía explicar por qué, pero los vio. Allí estaban. Eran cuatro, o cinco. Una mujer y cuatro tipos. Estratégicamente parados a su alrededor, simulando desconocerse. Pero algo los unía; tal vez un cierto parecido físico, tal vez una actitud en común. Octavio supo en seguida que eran ladrones, carteristas, pungas. Siempre estaban ahí, en las estaciones donde se hacen las combinaciones, donde se amontonan muchos pasajeros.
De repente, y sin saber expresamente por qué, se sintió en medio de una situación compleja, inexplicable. Una misteriosa adrenalina lo recorría entero, como una descarga eléctrica, desde su vientre. Había decidido actuar.
Para ellos, él era su próxima presa. Un tipo con un buen traje, concentrado en sus pensamientos, en la tarde de viernes, en medio de la muchedumbre. Para él, sin embargo, la oportunidad de ser señuelo, trampa, efímero héroe, aunque no supiera a ciencia cierta cuál fuera aquella extraña motivación.
Se aprestó a seguirles la corriente. Dispuso su mejor cara de tonto. Fingía tararear internamente alguna melodía. (Se le ocurrió la de una vieja serie de televisión que miraba cuando era niño, "Ladrón sin destino"). Sacó su billetera del bolsillo interno del saco, simulando buscar algo, para luego volver a guardarla. Tan sólo una artimaña para que sus cazadores la vieran. Pudo sentir las miradas. Ese oscuro y veloz diálogo de miradas y gestos que los cazadores hábiles usan para establecer tácticas, para definir estrategias. Su irracional plan estaba en marcha.
El subte se hacía escuchar por el lúgubre túnel, como un mecánico y distante anuncio. Estaba llegando a la estación, y con él, también, aquel vertiginoso instante donde burlaría a sus enemigos.
El corazón parecía estallarle adentro, por más que él intentara contenerse. La ansiedad lo estremecía por completo, mientras él fingía no saber nada, no esperar nada, nada más que el tren se detuviera, y se abrieran las puertas.
A medida que la formación iba frenando, la gente se amontonaba en grupos dispuestos frente a las puertas corredizas, agolpados, como animales enjaulados a punto de salir. (Qué mágica contradicción, siempre una puerta es la entrada y a la vez la salida desde algo y hacia algo; y lo que para algunos es entrar, para otros, lo mismo, puede ser salir.)
Octavio sintió cómo todos se juntaban. Sus victimarios lo rodeaban desde los lados, y desde atrás, como una herradura humana. Delante de él, una señora grande, muy robusta, con las caderas interminablemente anchas. Como una gran vaca al frente de la dócil manada espectante.
Y de pronto las puertas se abrieron. Aquel cerrojo de cuerpos engranados se contrajo, mientras dos o tres indefensos pasajeros intentaban salir del vagón a fuerza de empujones y puteadas, esquivando a la gran bovina de pollera floreada, primero, y al lazo de hampones que rodeaban a Octavio, y a algún que otro desprevenido, después.
Octavio casi temblaba de emoción y ansiedad. Las manos le sudaban. Cada músculo de su cuerpo se tensaba aún más, esperando el momento preciso para actuar, la oportunidad justa de vengar lo que todavía no le habían hecho, pero con certeza intentarían hacerle.
La voluminosa señora entró. Y cuando él se disponía a pasar, dos de los ladrones se le cruzaron a ambos lados, estorbándolo, empujándolo, dejándolo suspendido un instante, preparado para que alguno de los que se habían ubicado detrás ataque sus bolsillos, mientras el resto obstruía el paso de los demás pasajeros.
Y fue ahí, entonces, que Octavio actuó. Casi al mismo tiempo le dio un pisotón con el taco del zapato al ladrón de su izquierda, y al de la derecha, le asestó un certero codazo en las costillas que le devolvió un profundo y ahogado quejido de dolor. Octavio gíró sobre sí mismo y empujó a uno de los que estaban detrás, mientras el otro le dio una patada en el medio del pecho que lo catapultó al interior del vagón como a una bolsa inerte. Octavio chocó violentamente contra el pasaje, mientras las puertas se cerraban al unísono con la chicharra del subte, dejando afuera a los frustrados malhechores.
Pero Octavio siguió cayendo. Y quisieron las fuerzas del azar que la gran señora, que había ejercido de confortable colchón, amortiguando su forzoso aterrizaje, se derrumbara sobre su cuerpo caído e indefenso. La vio desplomarse, como una gran ballena, zambulléndose en los mares del sur, sobre su torso. Y al final de esa infinita caída, un ardor en su brazo derecho, un quebranto cálido y brusco, como un leño encendido. La batalla dejaba sus resabios, como una despareja montaña de heridos. Algunos golpeados, aún desprevenidos y sin terminar de entender la escena. Otros, esforzándose por levantar a la gorda, que chillaba como un cerdo enfurecido. Y debajo de todo, él, maltrecho héroe con su brazo fracturado y dolorido. Pero aquél profundo dolor no pudo borrar la íntima satisfacción de haber triunfado, aunque mal no fuese, una insignificante y efímera contienda. Y una tímida sonrisa se dibujó en su rostro, que no se disolvió ni siquera mientras el médico le tuvo que enderezar los huesos para luego enyesarlo.
Fue entonces que recordó un lejano incidente de su niñez, cuando jugando con otros amigos, cayó desde un pequeño muro; eventual escenario de alguna aventura. Y cómo aquel yeso, notoria marca, casi como un trofeo de guerra, lo ayudó a atraer las miradas y el solidario orgullo de sus amigos. Y también, la inocente fascinación de las chicas del barrio.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Octavio en el Espejo

A Octavio siempre le gustó afeitarse. Para él, esta simple actividad, tan cotidiana como el café con leche, adquiría una dimensión particular, como un metódico rito.
Apenas podía despegarse de la cama, se dirigía al baño y abría el grifo de la ducha; para volver a entrar cuando el lugar estaba rebosante de vapor, como una nube impenetrable. El procedimiento era siempre el mismo. Se paraba frente al espejo. Apenas podía verse en él ya que tanta humedad condensada difundía su imagen. Ni siquiera intentaba desempañarlo. Le bastaba con descifrar los contornos de su cara, como un misterioso, y a la vez, conocido mapa. Se quedaba inmóvil un instante, tal vez reconociéndose. Y luego llenaba su mano de espuma. Cuidadosamente comenzaba a esparcirla por sus mejillas, por su mentón, por su cuello, su bigote, cubriendo cada centímetro de su cada vez más incierto rostro con aquella crema suave. Podría hacerlo con los ojos cerrados, y su precisión sería la misma; aunque ese extraño ser que lo observaba detrás de la bruma es esforzara por permanecer lo más oculto posible, contemplando, espectante y estático, oscuramente dócil. Aquellos ojos de vapor, envejecidos por la espera hurgaban en él como las pupilas vacías y hambrientas de un lobo solitario y herido. El tiempo había dejado en él demasiadas cicatrices. (Tal vez el tiempo detrás de los espejos sea diferente, más intenso; y mientras Octavio pasaba sus dedos encremados por la piel de su rostro, los días se sucedían en el Otro, profundos, sin interrupción y sin medida, marchitando sus facciones, cristalizando sus gestos hasta hacerlos ceniza.) Tal vez fuera eso. Una triste máscara de ceniza, desdibujada en el reflejo oblicuo y difuso, viendo pasar las horas, los años, a través de ese extraño que se afeita metódicamente, todas las mañanas.
Octavio pasaba los filos de la hoja con cuidado, lentamente, quitando prolijamente la espuma y la incipiente barba con íntimo placer, como si estuviera quitándose de sí aún más que eso. Tal vez algo que le sobra, que lo molesta, que lo perturba. Este minúsculo acto de liberación le otorgaba cierta paz, cierto confort con él mismo; una tímida satisfacción. Paulatinamente se sacaba la jabonosa crema, y los restos de piel de esa pálida careta que tánto le estorbaba. Aquella imagen taciturna, pasivamente hostil, que se confunde en las caprichosas formas del espejo empañado parecía disolverse poco a poco en el agua que escurría por el lavatorio. Era así, el agua llevaba todo, sin pausa, irremediable y poderosa, por los secretos laberintos de las tuberías. Por ese indescifrable universo de caños retorcidos y oscuros desagües. Quién sabe adónde acabarían los restos de esa cara horrible, desgarrada por el filo de la impune hoja de afeitar, y disuelta por el torrente inagotable y purificador del agua?
Octavio no se detenía hasta quitarse los últimos vestigios de espuma. Sólo entonces, y después de enjuagarse bien, y de secarse bien, cerraba la ducha. Y se quedaba contemplando el cristal nublado y gris, como a un cielo borrascoso. Lentamente la humedad se disipaba. Y él esperaba, con su cara limpia, que aquel espejo le devolviera su propia imagen, la que él quería ver. Esperaba eso como al sol en el amanecer del día. Y era entonces, sólo entonces, que podía salir de allí y comenzar su vida. La oficina, Sofía, el traje, la corbata, Sofía...
Otra mañana de lunes, o martes. Qué importaba! Ya todo encajaba en su sitio. Y así sería toda la jornada, y tal vez, la noche, hasta la mañana siguiente, cuando al afeitarse, frente al espejo empañado y confuso, peligrosamente incierto, aquel extraño rostro, deformado por el encierro, volviera a contemplarlo con sus ojos vacíos y punzantes, los ojos de un lobo solitario y herido que espera.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Despertar

Salía del mar despacio, dejándose llevar, dócilmente, por el vaivén de las olas. La espuma se disolvía contra su cuerpo en delicados estallidos, como caricias. Sus piernas avanzaban suavemente, enredándose en el agua, abriéndose camino sin urgencias, disfrutando ese contacto, como al abrazo de un viejo conocido. De a poco salía de las últimas ondas. La arena mojada se espesaba en sus pies a cada paso.


El mar, interminable, a sus espaladas, lo despedía con su rugido constante y amigo, mientras el sol le calentaba los hombros...


Así era su sueño. Detalladamente lento, vacío de principio y de final. Tan sólo esa escena breve y pausada; tan profundamente cargada de sensaciones simples pero fuertes. Sus pies en el agua, avanzando, con cómoda dificultad. Sus manos abiertas, hundiéndose en la espuma. Su cuerpo desnudo, saliendo de las olas sin miedo y sin apuros. El sol en su piel, la brisa en su rostro, como una eterna caricia. Sus pies dibujándose en una orilla virgen, sin rumbos, ni huellas. Blanda y fresca, como una piel hermosa y nunca tocada, desconocida, imaginada.


Ese era su sueño, placentero y recurrente. O era un recuerdo. Ya no lo sabía. Ya no le importaba. Ese instante en su memoria o en su inconsciente era una bocanada de aire puro en su cuerpo asfixiado por la soledad. Era, tal vez, su más preciosa metáfora de la felicidad. Su desnudez total ante la vida. Su despertar más íntimo y puro, irónicamente, como casi todo en su vida, mientras estaba durmiendo.


Octavio salía del mar lentamente, disfrutando cada sensación, cada detalle, cada ínfimo segundo; siempre un instante antes de abrir sus ojos con la pesadez de todas las mañanas. Paradójicamente, su cuerpo, se arrojaba de la cama con desdén, con la torpeza de un lobo marino estancado en una playa desierta. Intentaba mover sus brazos, asirse a las sábanas rugosas y húmedas, y sólo sentía un par de aletas inútiles y ásperas. Sus piernas, apenas una cola bípeda, como dos pescados muertos, adheridos por el salitre y el sol de la mañana. Su bostezo sin voz, un rugido hondo y desgarrado, como un profundo eructo con hedor a moluscos triturados y digeridos.
Apenas podía incorporarse. Su cuerpo ya no era su cuerpo. Tan sólo un cilindro de grasa y cicatrices que tendía a desvanecerse nuevamente en el lecho, como un triste péndulo. Sus ojos redondos, pegoteados de sal, lacrimosos y vacíos, luchaban en vano por abrirse a la mañana, como pesadas cortinas.
Ya el rugido del mar a sus espaldas, apenas una amarga y gruesa flatulencia, producto de la oscura y olvidable cena.
Con descomunal esfuerzo se incorporó, al final, para caer estrepitosamente al suelo, como una gigante e inerte bolsa de papas.
Así, tendido, comenzó a arrastrarse usando sus aletas, hacia el baño. Como pudo, abrió la ducha, y se trepó al borde de la bañera, para dejarse caer, otra vez, en su interior. El agua caliente chocaba contra su lomo duro. Su piel era tan gruesa que apenas podía sentir las gotas golpeando sobre él, imperceptibles, inocentes, pequeñas.
Cerró sus ojos de cetáceo un instante. Un instante que pudieron ser minutos, horas, días. El tiempo se esfumaba con el mismo vapor que emanaba del agua y de su cuero calloso y adormecido.
Así permaneció, hasta que sus párpados hinchados decidieron abrirse. Y sus dedos torpes cerraron los grifos. Y sus piernas nuevas calzaron sus zapatos. Y su cuerpo inhábil se puso su traje. Y su boca seca bebió su café. Y sus pasos, urgentes y rígidos, lo sacaban de allí, para lanzarlo, todavía dormido, o todavía soñando, a la mañana gris.

Viernes

Octavio salió un poco más tarde. Demasiado para ser viernes. Papeleo atrasado que había que dejar listo antes del lunes. Esa hora de más le había consumido cualquier dejo de buen ánimo. Cerró la puerta del antiguo ascensor con cierta rabia. El golpe retumbó en los pasillos del viejo edificio como un grito breve y seco, casi un alarido. Mientras caminaba por el hall iba colocándose y acomodándose el saco. A medida que se acercaba a la puerta sentía cómo el aire de la calle se le colaba en la nariz y en los huesos. Ya podía percibir el olor del bar de la esquina, esa particular mezcla de medialuna de manteca con café y con orine concentrado de baño de estación.

El chico del acordeón tocaba la misma melodía de siempre, sin pausa, sincronizadamene, como una máquina infernal que le perforaba los sentidos. Le molestaba tánto ese sonido, que hubiera borrado el desvencijado instrumento de una sola patada, haciéndolo volar, junto con el chico, el sombrerito con monedas, y hasta algún distraído transeúnte.

De pronto, una percepción, como un presentimiento, como la extraña presencia de un fantasma (si es que existen los fantasmas para él, tan escéptico). Octavio no quería mirar. Sabía que era ella, saliendo del lúgubre bar, acompañada de su esposo. No quería ver, pero vió. Y apenas un instante, una breve imagen, como una cruda instantánea que le quemó los ojos. Un rayo de sol encegueciéndolo por completo.

Apenas la mano de él, pasando por la cintura de ella, en un gesto simple, cotidiano, casi imperceptible...Pero no para él. Y era esa simpleza de lo doméstico, de lo acostumbrado, lo que lo perturbó aún más. Ese único movimiento, ese único tacto, un segundo y medio, apenas, de los dedos recorriendo aquella cintura. La cintura de Sofía, su Sofía, que nunca fuera suya. Esa cintura que él amaba, y que sólo pudo robar por un momento, en un único encuentro, trunco y doloroso.

Esos dedos torpes, pequeños, sucios, insensibles, filosos; deslizándose impunemente en aquella cintura. Y los sintió sobre su propia piel, como un manojo de hojas de afeitar, cortándole la cara, desfigurándolo por completo, para siempre.

Y ella, atravesando la puerta, agachándose levemente, para ingresar al taxi. Su cabello oscuro, recogido, con cierta elegancia distante, cierta verguenza, tal vez. Mientras aquél animal le abría la puerta, y, con la otra garra, acariciaba su delicada cintura. Aquella cintura, aquella única cintura, mágica, tersa, que alguna vez pudo acariciar, recorrer con hambre, con sed, con amor, con deseo, aunque sea un breve instante. Aquella cintura, donde quisiera refugiarse ahora, como todas las tardes.

Octavio no pudo seguir avanzando. Se quedó de pie, en la oscura entrada del edificio de la calle Maipú. Estacado, paralizado de dolor, absolutamente inútil; mientras el diabólico niño/robot seguía ejecutando su música, esa marcha sin sentido, sin principio ni final, con mecánica furia. Repitiéndose una y otra vez, mientras aquella escena no paraba de proyectarse en su cabeza. Su rostro elegante, lejano, imperceptiblemente triste, ingresando en el auto, mientras era otra mano la que la tocaba, acompañando su entrada como una sombra que la envolvía y la empujaba a su mudo encierro. Y ella, resignadamente cómoda, irreversiblemente presa. Y él, que empezaba a amarla con locura, nada podía hacer. Otra mano rozaba su cintura, y la alejaba de él, más lejos que nunca. Una y otra vez, saliendo del bar, entrando en el taxi. Los dedos acariciando la cintura donde él quisiera perderse para siempre, enroscarse como un interminable lazo de amor y pasión. Ya entonces, el aire fresco de la tarde no podía arrancarlo de su ahogo. Y la tortuosa melodía ametrallándole el cerebro, la soledad, la tarde, todo.

De pronto, Octavio metió sus manos en los bolsillos. Buscó , sin prisa, hurgando entre los papeles y restos de cosas, y sacó algo. Sólo lo miró, tal vez para confirmar que fuera lo que estaba buscando. Miró al niño, con ojos de acero. El niño, asustado, paró de tocar, y comenzó a obesrvarlo con cierto temor, pero sin pánico.

Octavio se inclinó levemente, y puso en la mano del chico, que la abrió, también, mecánicamente, tal vez entrenada para la limosna, un billete de cincuenta pesos. Y, mientras se aprestaba a salir caminando de allí, con urgencia, dejando atrás a Sofía, al taxi, a la tarde, a todo, le dijo:

- Tomá. Esto es para vos. Pero aprendéte otra.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Octavio de Shopping



Salió de la oficina cerca de las 13.30 hs. Ese día decidió que no iba a almorzar. Una extraña sensación le impedía ingerir absolutamente nada. Un nudo en el estómago le cerraba el apetito. Pensó en aprovechar ese momento para comprarse algo. Estaba harto de verse el espejo, siempre con la misma ropa, con los mismos gestos. Necesitaba un cambio de imagen; tal vez para despegarse un poco de sí mismo. O de Sofía. Aquel único beso, dulce como el jugo de un fruto prohibido, se había transformado en una amargura profunda e indisoluble en su boca. La insoportable amargura de un sueño quebrado. Esa terrible y contradictoria sensación que da la victoria, la de haber ganado y perdido al mismo tiempo.
Octavio no podía dejar de verla en todos lados, como una hermosa pesadilla. La veía en la oficina, claro, por más que quisiera evitarla. La veía en cada rostro de mujer que se le cruzaba en la calle. Pero además, y sobre todo, cada vez que se miraba al espejo. Tal vez por eso, aquella tarde, se fue de compras.
Entró al Shopping, todavía disperso por sus propios pensamientos. Casi sin darse cuenta, estaba dentro de un local, aún mirando sin ver. Se le acercó un vendedor, con actitud correcta y algo distante.
- Buenas tardes.
- Hola. Estoy mirando.
- Está bien. – Respondió, sonriendo, el vendedor.- Si buscás algo para vos, allí tenés el sector de hombres.
- Bueno. Miro, y cualquier cosa te aviso.
- Sí, claro. – Y se quedó prudentemente a un costado, con simulada indiferencia.
Octavio caminó por el local, con una mano en el bolsillo del pantalón, y la otra, toqueteando desinteresadamente las camisas prolijamente colgadas.
En un extremo del salón, dos vendedoras dialogaban en voz alta, como discutiendo sobre algo, pero sin violencia. Una era rubia, de pelo lacio. La otra morocha, de grandes rulos. Ambas estaban de espaldas a él, lo que le despertó cierta infantil curiosidad por ver sus rostros. Parecían estar acomodando un mueble, un exhibidor. Discutían y gesticulaban enérgicamente, pero no parecían estar enojadas. Sacudían sus manos con alegre frenesí, como un alboroto de palomas histéricas, mientras buscaban algo en una especie de catálogo.
- Ves? – Decía la rubia- Ese color no va con esa línea.
- Te digo que sí. Mirá. Acá está colgado. No seas caprichosa, Agustina!- Replicaba la morocha, señalando algo en el libro.
- No, Vane. Es otro color.- Y la rubia, señalaba otra imagen impresa en el disputado manual.
- - Pero Agus, decime….Si lo armamos así…..Vos te lo pondrías? Vos te pondrías esto??
El olvidado vendedor interrumpió su pasiva contemplación.
- Viste algo que te gustó?
- Todavía no.- Respondió, casi mecánicamente. – Pero mostrame alguna camisa. Quiero ver qué tenés. Soy talle cuarenta y dos.
- Dale. Ya te traigo los modelos.
Las dos chicas continuaban su acalorada deliberación, mientras quitaban pilas de camisas y sweaters, y volvían a colocarlas en el mismo lugar. O las corrían, o, repentinamente vaciaban todo el mueble, dejando sobre una mesa una montaña multicolor de ropa, un edificio de piezas a punto de derrumbarse. Curiosamente, aquella imagen le pareció familiar. Tal vez él mismo era una pila de cosas desparejas caprichosamente amontonadas, aguardando un golpe de viento, o apenas una brisa, que lo desparrame por completo.
Octavio las admiraba asombrado, y cada vez más curioso por poder ver sus rostros. Otras dos vendedoras, en cambio, repartían sus miradas entre la pila indescifrable de ropa y la graciosa discusión entre Agus y Vane (él ya sentía conocerlas de algún modo) con marcado fastidio.
- Aquí te traje las camisas. – Interrumpió otra vez su vendedor.
Octavio apenas podía mirar las camisas que desplegaban frente a él. Le parecían todas iguales. De todas formas eligió una para probarse, simplemente porque al ir al cambiador, podría pasar al lado de las dos chicas y lograría descubrir el misterio de sus rostros.
Así fue que tomó una de las camisas, y, cuando se dirigía al vestidor, ambas chicas giraron, y se perdieron en una pequeña puerta, en lo que parecía ser un depósito. Otra vez la frustración de no poder verlas.
Se cambió rápido. Ni siquiera se miró al espejo. Sólo se quedó esperando, con la expectativa de volver a escuchar las voces de Agus y Vane.
Apenas las oyó, salió disparado del probador, con la euforia de un niño en la mejor juguetería. El corazón le palpitaba como una locomotora. Ni siquiera miró al pobre vendedor, que lo aguardaba junto a la cortina.
- Cómo te fue la camisa? – Preguntó, absolutamente en vano.
Octavio caminó lenta pero nerviosamente, con la tensión de un explorador a punto de encontrar un ansiado tesoro, siguiendo los pasos de las dos chicas.
Y, de repente, sucedió. La morocha, la de los rulos interminables, giró lentamente su rostro hacia él, en un etéreo y delicado paso de ballet. Y pudo ver sus ojos negros y profundos, dibujándose ante él, como un inesperado sueño, o un inolvidable recuerdo que lo partía en dos con dulce impunidad. Su boca delicada, sonriendo inocentemente, con la frescura del rocío.
Octavio sintió que toda la noche de sus cabellos le caía encima como una inmensa ola de oscuridad que lo aplastaría como a un insignificante insecto. No podía ser…El fantasma de Sofía volvía a aparecer frente a él, con toda la belleza, con toda la furia de un amor imposible.
- Te están ayudando? – Preguntó, con una voz suave y nueva.
- Sofía?
- Perdón? – Preguntó Vane, sin entender.
- Disculpame. No esperaba encontrarte acá también. – Respondió, con la voz resquebrajada.
La vendedora lo miró perpleja, con un imborrable gesto de absoluta incomprensión. Mientras él, retrocediendo, tembloroso y desesperado, aterrado de amor, huía del local, como quien intenta huir de lo inevitable, de un insalvable destino que terminará atrapándolo una y otra vez…
Octavio desapareció tan rápido como pudo.
El vendedor ser acercó a sus compañeras, aún desorientadas por aquel extraño cliente, y dijo:
- Otro mansi más… Hoy no le vendo nada a nadie.

lunes, 13 de octubre de 2008

Octavio en el teléfono

Octavio se levantó tarde, como casi todos los sábados. Se había quedado hasta la madrugada mirando televisión. Vio el final de una comedia con Meryl Streep; después, el comienzo de una drama que no quiso seguir mirando; por vigésima vez, el final de Gladiador; hasta quedarse dormido en el sillón de la pequeña sala, vislumbrando a medias los incomprensibles enredos de alguna película adolescente que no terminó de ver. Ni siquiera recordaba el instante en que se levantó de allí para dirigirse a la cama.
Descorrió la persiana que daba al balconcito francés. El sol lo encegueció por un momento. El día estaba pleno de luz sobre su departamento de Boedo. En el corazón de la manzana, hacia donde miraba su ventana, retumbaba plácidamente el canto de los gorriones de los árboles de la calle. El cielo tan azul le inyectó cierta dosis de optimismo en su cuerpo fatigado.
Decidió que era tarde para desayunar, así que preparó un poco de pan tostado, unos restos de fiambre que encontró en su despojada heladera, un poco de queso; y, con un buen vaso de Fernet con Coca, se sentó en la vieja reposera, frente al sol de la naciente tarde, dispuesto solamente a disfrutar…
Todo parecía perfecto. Ni siquiera le molestaba el irreversible desorden de su cuarto. (Hacía varios días que no cambiaba las sábanas, y ni siquiera las tendía sobre la cama)
Puso un disco de Ben Webster, y, a medida que el vaso se vaciaba en él, el desgarrado saxo de Time after Time lo envolvía en sutiles y extrañas sensaciones; una profunda melancolía, y, a la vez, una cierta euforia, latiendo en su cómodo descanso.
De repente, el teléfono, quebrándolo todo de un solo estallido. Él no iba a atender. No esperaba ningún llamado. Pero aprovechó que necesitaba recargar su vaso, y fue hasta la cocina. Mientras preparaba su trago atendió el histérico teléfono.
- Hola.
- Buenas tardes. Señor Gomez? Octavio Gomez?- Preguntó la voz de una correcta chica del otro lado.
- Si.- Respondió, dubitativo.- Soy yo. Quien habla?
- Mucho gusto, Señor Gomez. O puedo llamarlo Octavio?
- Si, claro. Mucho gusto. Quien habla?
- Mi nombre es Loreley Gutierrez. Lo estoy llamando del Banco Americano de Inversiones. Ud. Es cliente nuestro, a través de su tarjeta de crédito. No es así, Octavio?
- Si. Que pasó?
- Déjeme explicarle el motivo de mi llamado.
Octavio no podía concentrarse del todo en lo que aquella chica de simpático acento le decía. Sus delicadas palabras se le esfumaban de la cabeza como vagos recuerdos. Y a pesar de no poder entender, disfrutaba escuchándola. Algo en su voz le transmitía dulzura, acogedora confianza, como si fueran viejos conocidos. Y el efervescente vapor del Fernet contribuía a confundirlo aún más.
-Como le estaba diciendo, Octavio, ésta es una excelente oportunidad para adquirir la mejor tecnología a un precio razonable, con una financiación acorde.
- Perdón. Qué me decías?- Interrumpió- absolutamente desorientado.
- Le explicaba los beneficios de esta promoción…
- Qué promoción?
La vendedora permaneció en silencio un instante, algo desencajada.
- Dígame, Octavio. Usted es usuario de esta clase de tecnología?
- Perdoname, cómo dijiste que te llamabas?
- Mi nombre es Loreley Gutierrez- contestó, casi automáticamente, como intentando retomar el argumento que debía proseguir.
- Le comentaba que…
- Tenés una voz hermosa – Interrumpió otra vez, provocando un incómodo silencio. – Ya te lo habían dicho?
- Gracias, señor Octavio…Le decía…
- Qué edad tenés?
Otro breve silencio.
- Aprovechando esta promoción que le está ofreciendo el Banco….
- No estás respondiendo mis preguntas. Te estoy molestando?
- No señor Octavio. Simplemente intento explicarle los motivos de mi llamado.
Octavio sintió de repente un indómito impulso. Un estallido de confusa pasión en su pecho. Un desgarrador sentimiento de despecho. Un extraño Deja Vu que lo lanzaba desde algún lugar de su memoria hasta esta sensación de doloroso quebranto. Tragó lo que quedaba en su vaso con furia. Ahogado de amargura y alcohol se aferró al teléfono, como si fuera la escurridiza mano de la mujer que alguna vez amó con locura y desenfreno. Ya nada más le importaba. Ni siquiera el vaso estallando contra el piso. Ni siquiera el interminable eructo que acababa de escaparse de su indomable boca. Ya las palabras se le enredaban entre el dolor y el Fernet, como una insalvable trampa.
- Qué te pasa, mi amor? Por qué no podemos hablar como personas adultas? Qué nos está pasando?
- Pero señor Octavio. Usted debe estar confundido.
- No me digas que estoy confundido. Yo se muy bien lo que te digo, carajo! Se muy bien lo que siento.
- Pero Señor. Yo lo estoy llamando desde Venezuela. Esto es un Call Center. Usted no me conoce. – La voz de la perpleja interlocutora perdía ya la neutra compostura con la que se había dirigido hacia él durante toda la conversación.
- Pará de mentirme! – le gritó.- Nunca me escuchás!
- Escúcheme una cosa. Váyase a la puta madre que lo parió!
Del otro lado del teléfono sólo un fragmentado tono, absolutamente impersonal, que lo dejaba en la más absoluta desolación.
Octavio se sentó en el piso, extenuado por la tristeza y aquella nueva discusión.
“Sabía que era ella” , pensó. Y volvió a sentarse en su vieja reposera.
-

lunes, 29 de septiembre de 2008

Octavio en la Oficina


Octavio llegó a la oficina temprano. Saludó al portero con un gesto amable; y subió los dos pisos por la escalera. No soportaba esperar el ascensor. En realidad, esperar no era algo que él pudiera hacer bajo ninguna circunstancia.
Esa mañana estaba más ansioso que de costumbre. La última charla con Sofía lo había dejado sumamente impaciente y entusiasmado. Casi no había logrado dormir en toda la noche. Había soñado con sus ojos oscuros y brillantes; filosos, como una implacable navaja que lo abría en dos con sólo posarse en su mirada de niño fascinado. Soñó con sus labios rojos, turgentes y prohibidos. Esos labios lograban derribar todas sus defensas posibles con sólo una sonrisa. Y sus hombros…Nada lo excitaba más que esos hombros blancos y suaves, apenas rozados por las negras ondas de sus cabellos. No había duda, Sofía era hermosa. Y ella lo sabía. Sabía, además, lo que provocaba en él; y jugaba con eso como un felino con su inofensiva presa.
A Octavio le gustaba ese juego. Lo atormentaba dulcemente, como esos placeres que satisfacen y duelen al mismo tiempo.
Cada vez que ella lo tocaba, apenas, al pasar detrás de él en algún pasillo de la oficina, cada vez que sus uñas delicadas y hábiles, rasguñaban suavemente su cintura a través de la camisa, todo su cuerpo se estremecía, como la débil hoja de un árbol castigado por el hacha que finalmente acabará derribándolo.
Aquella última tarde, cuando por fin hablaron, en secreto, peligrosamente solos; y sus bocas estuvieron sensiblemente cerca. Aquella última tarde que se tomaron de las manos, nerviosos, con la exaltación que sólo da el riesgo. Y se prometieron encontrarse, otra tarde, ya afuera del ámbito de escritorios, cubículos y pasillos grises; en algún lugar privado, para poder mirarse sin pudores ni miedos; para poder besarse con impune pasión. Aquella tarde mágica, su corazón estalló en un galope desbocado que nada ni nadie detendría.
Octavio no podía controlar su ansiedad. Cuando llegó Marcos, su compañero más veterano en la oficina, inmediatamente se acercó a su box, con la taza de café en la mano, intentando aparentar desinteresado.
- Qué hacés? – le dijo, apenas se apoyó en el marco de la puerta.
- Todo bien, campeón. Y vos?- le respondió, mientras colgaba sus saco.
Marcos inmediatamente advirtió que algo le pasaba. Mientras acomodaba su silla lo miró de reojo, con incipiente preocupación.
- Que te anda pasando?
No habían pasado dos minutos, y Octavio estaba recostado en el escritorio de su compañero. Le describió la situación en que estaba, sin dar nombres, claro, esforzándose en remarcar que no era nadie del trabajo. Su amigo lo escuchó atento, con la solidaria atención que se brindan los varones de verdad ante este tipo de confesiones. Octavio, en cambio, no paraba de hablar. Le contó, sin pausa, cómo lo hechizaban sus hombros descubiertos, sus ojos negros y vivaces; cómo lo volvía loco el mínimo contacto con sus manos, como un diálogo cómplice, una tácita invitación a su fantasía, a su deseo más profundo. Le contó que podrían encontrarse, y, que esa posibilidad le quitaba el sueño, lo carcomía como una dulce peste.
Marcos lo seguía en silencio, como un juez que anota cada detalle, y lo analiza, antes de dar su veredicto. Y cuando Octavio se calló, apenas para beberse un sorbo de café, le dijo:
- Y decime…Cuándo te encontrás con Sofía?
- Cómo sabés? Quién te contó? Alguien más lo sabe?
- Pará , pará! – lo tranquilizó- Yo no me chupo el dedo. Qué te creés? Que soy viejo al pedo yo? Si cada vez que la ves se te cae la baba.
Octavio estaba atónito, avergonzado de pensar que todo el mundo en la oficina lo hubiera notado. Pero Marcos prosiguió, con la convicción del que sabe que cumple con su deber.
¨Vos tenés que organizar algo ya, para hoy mismo, si es posible. Tenés que aprovechar que está temblando para darle el golpe final, para el knock out. Haceme caso.¨
Octavio escuchaba con atención, mientras su experimentado compañero proseguía su infalible receta con arrollador entusiasmo, como esos entrenadores de boxeo en el rincón, alentando a su pupilo.
¨Y en la primera de cambio, directo al telo, cross de derecha, nada de boludeo, de romanticismo. Escuchame!...La mina es casada, lo tiene al marido para eso, che! Eso sí. La tenés que matar. Que no se olvide más esa hija de puta!¨
Octavio acompañaba con incómodo asombro cada afirmación de Marcos. Lo impresionaba su pasión en cada detalle, en cada gesto que derrochaba en el secreto reducto de su desordenada oficina, como feroces puñetazos en al aire. Y, también, esa misma agresividad al hablar de Sofía lo irritaba. Después de todo, era la mujer de sus sueños.
¨Yo tengo la solución, papá! Arreglá con ella, y me venís a ver. Yo te voy a dar algo que te va a hacer volverla loca.¨
Octavio, aunque algo incrédulo, salió de allí como un corcel cuando le abren la gatera, resollante y brioso. Los minutos pasaban con vértigo, con la furia del soldado que se lanza a la batalla. De pronto, después del almuerzo, en un pasillo, la vio, sensualmente detenida frente a la fotocopiadora. Las piernas torneadas, su boca prominente y exquisita, sus hombros de terciopelo.
Se paró a su lado, como esperando su turno para usar la máquina, y , casi al oído, le susurró:
- Esta tarde, nos vemos?
Ella apenas lo miró de reojo, nerviosa; simulando arrogancia en donde había ansiedad y deseo.
- Está bien- respondió.- Cinco y media en el bar de Maipú y Corrientes.
- Ok.- asintió, con el corazón en la boca.
Octavio se alejó de ella con urgencia, con un grito de euforia contenido en la garganta y en los puños. Fue directo a ver a Marcos.
-Tomate una de éstas- le señaló, mientras depositaba en su mano una pastilla celeste.
- Qué es eso?
- Viagra, boludo!
- Estás loco? Yo no necesito eso!
- No es cuestión de necesitar, papá! Con esto, la matás en el primer round. El muñeco no se te va a bajar ni que lo cagues a trompadas.
- Pero…a vos te parece?
- Haceme caso. No se olvida más la guacha de la paliza que le vas a dar. Después de esto, no te la sacás más de encima.- afirmó Marcos, con orgullo casi paternal.
Y así fue como Octavio, un rato antes de las cinco, cuando estaba por salir de la oficina, se tomó la mágica pastilla que lo ayudaría, según su confiable entrenador, a cautivar a Sofía para siempre.
Miraba su reloj a cada instante, aguardando el momento de salir, de correr al encuentro de la pasión que lo esperaba en los labios de la mujer que más deseaba.
Eran las cinco menos cinco cuando apareció Sofía en su box. Lucía nerviosa, al borde de la desesperación; con una profunda palidez en su rostro.
- Qué pasa? – preguntó él, asustado.
- Perdoname. No puedo.
- Cómo? Qué pasó? – Mientras se puso de pie, tomándola de los hombros.
- No pasó nada. Simplemente no puedo. Perdoname, por favor. Debés pensar que soy una histérica.- le dijo, al borde del llanto.
Verla tan mal lo conmovió tánto, que se olvidó de todo lo demás.
- Está bien. No te preocupes. – le dijo.
Ella lo miró, enternecida por su comprensión, por su actitud de nobleza, de absoluto desinterés personal. Sonrió, con dulce tristeza; estiró su mano blanca y suave, y acarició su rostro marchito, y afligido por la decepción. Y ese minúsculo gesto, ese ínfimo instante de contacto entre ellos, encendió en él toda la magia de su pasión, increíblemente potenciada por la pastilla que su amigo le había obsequiado.
Sofía desapareció, dejando atrás la pobre figura de un hombre quebrado por la desilusión, irremediablemente erecto, como un poste en el desierto; firme, y absolutamente inútil; enhiesto y olvidado. Un poderoso cañón con la mecha encendida y sin blanco, un grito amordazado, un calambre interminable.
Como a las ocho de la noche, el portero, que recorría el edificio recogiendo residuos, lo encontró sentado en su escritorio, con la mirada clavada en el mudo monitor.
- Qué hacés? Mucho trabajo atrasado?
Octavio apenas asintió con un rígido gesto, y siguió mirando la pantalla, recordando en silencio el cuerpo de Sofía alejándose de él, como una brisa, mientras un agudo ardor le quemaba los testículos.
Las palabras de su viejo amigo retumbaban en su cabeza, como una maldición inquebrantable, como el irreversible conteo del árbitro, marcando el final de la pelea.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Octavio en el Subte

Octavio se subió al subte como pudo. Empujó, hasta quedar justo frente a la puerta; y luego, la misma corriente de ese río de gente semidormida lo depositó adentro. Así quedó, apretujado, incómodo, como todas las mañanas. Su brazo fracturado, enyesado desde la muñeca hasta casi el hombro, le hacía las cosas aún más difíciles. El maletín, colgando en la única mano hábil.
Así estaba, encajado entre un señor de sobretodo, y una señora robusta y bastante abrigada. Detrás, dos muchachos callados, tiesos por la hora y el invierno. La marea los movía dentro del vagón; y así, el cardumen de sardinas enlatadas se iba desplazando por el vagón/lata, dócil y mudo. El último oleaje/empujón lo dejó incrustado contra el poste, de frente a una chica joven, como él, de unos veinticinco años.
Era rubia. Sus ojos verdes dejaban percibir su belleza a pesar del cansancio evidente en su mirada. El cabello ondulado, estratégicamente desprolijo, caía suavemente sobre sus hombros. Era naturalmente elegante, aunque informal. Trabajaría en alguna oficina - Supuso.
Octavio no podía dejar de mirarla; además, por ser el único lugar hacia donde su rostro podía orientarse.
No quería incomodarla, por eso, intentaba disimular que la observaba. Por momentos se concentraba en sus zapatos, en los pliegues de su abrigo, en un pequeño broche en la solapa, en sus labios carnosos...Pero nada lo impresionó más que sus manos. Parecían las delicadas alas de un ave que había posado su vuelo sobre sus rodillas. La piel blanca, sin imperfecciones; las uñas largas, prolijamente pulidas y pintadas; los dedos delgados, inmóviles, como una fina pieza de porcelana.
Fluctuaba en la belleza de su ignota compañera de viaje, cuando comenzó a sentir una incipiente picazón que le recorría agudamente su glúteo, desde el vértice del recto, como una filosa lombriz pujando por salir.
Intentó relajarse, a sabiendas de su absoluta imposibilidad de movimiento; pero aquella incómoda sensación era cada vez más intensa.
Comenzó a transpirar. Súbitamente la temperatura de su cuerpo se incrementó. Como pudo, empezó a apretar sus muslos con fuerza, en un inútil e infantil esfuerzo por reprimir lo que ya era una insoportable picazón.
A su al rededor, todos quietos, mecánicamente dormidos. Su único brazo disponible, aferrado al maletín, y aprisionado contra otro pasajero. El otro, latiendo dentro del inviolable yeso, prisionero, asfixiado, como él mismo; como si aquella carcasa estuviera expandiéndose, cubriéndolo por completo.
Miraba los zapatos de la rubia. La imaginaba caminando elegantemente sobre algún pasillo iluminado, lustroso, como un inesperado escenario de esa sensual danza...
Pero la picazón continuaba creciendo. De nada valían los rítmicos y complejos movimientos que intentaba realizar con sus torpes glúteos. Ya la sensación era la de una minúscula brasa incrustada en la indefensa puerta de su ano, quemando desde allí toda su inútil existencia.
Sintió fiebre. Comenzaron a invadirlo pequeños estremecimientos, súbitos temblores en la espalda. Su rostro, empapado en sudor, se le desencajaba en cada nuevo ataque, en cada nueva punción, en cada nuevo espasmo de fuego en su culo, que lo recorría desde allí, y hasta su nuca.
Ya ni siquiera podía continuar contemplando a la rubia. Su princesa de cabellos dorados y zapatos elegantes, su incierta cenicienta de ojos de esmeralda, se perdía en las ráfagas de humo que le subían por dentro, desde sus boxers calcinados por el ardor, hasta sus pupilas agobiadas.
En un breve instante de claridad, cuando se dispersaron los tóxicos gases, alcanzó a percibir la perturbada mirada de su doncella que lo observaba atónita, con inesperado temor. Le pareció irónico que ella, que parecía ser la única visión, el único ancla que lo aferraba a la tierra y lo rescataba de la boca voraz del infierno de urticaria y dolor que intentaba devorarlo por completo, le mostrara terror en su rostro delicado.
Y, en lo que sintió como último ataque, como último zarpazo del monstruo de fuego que lo consumía, mientras su cuerpo se sacudía con ardiente frenesí, alcanzó a girar su cintura unos cuarenta y cinco grados, hasta quedar con su inservible perfil hacia su impávida Dulcinea. Torció su cuello. Enfocó su rostro pálido, engrasado por la lucha; las mandíbulas flojas, los labios babeantes y morados, los párpados enrojecidos. Dirigió lo poco que le quedaba de visión hacia ella, hacia sus finas manos, sus dedos de porcelana, sus uñas carmesí, como frescos pétalos de rosa; y, mientras temblaba incontrolablemente, con su voz quebrada, como un áspero rugido, hondo, deformado por la desesperación, y contenido por el mismo esfuerzo, y el cansancio, le dijo:
- Me rascás?