miércoles, 15 de octubre de 2008

Octavio de Shopping



Salió de la oficina cerca de las 13.30 hs. Ese día decidió que no iba a almorzar. Una extraña sensación le impedía ingerir absolutamente nada. Un nudo en el estómago le cerraba el apetito. Pensó en aprovechar ese momento para comprarse algo. Estaba harto de verse el espejo, siempre con la misma ropa, con los mismos gestos. Necesitaba un cambio de imagen; tal vez para despegarse un poco de sí mismo. O de Sofía. Aquel único beso, dulce como el jugo de un fruto prohibido, se había transformado en una amargura profunda e indisoluble en su boca. La insoportable amargura de un sueño quebrado. Esa terrible y contradictoria sensación que da la victoria, la de haber ganado y perdido al mismo tiempo.
Octavio no podía dejar de verla en todos lados, como una hermosa pesadilla. La veía en la oficina, claro, por más que quisiera evitarla. La veía en cada rostro de mujer que se le cruzaba en la calle. Pero además, y sobre todo, cada vez que se miraba al espejo. Tal vez por eso, aquella tarde, se fue de compras.
Entró al Shopping, todavía disperso por sus propios pensamientos. Casi sin darse cuenta, estaba dentro de un local, aún mirando sin ver. Se le acercó un vendedor, con actitud correcta y algo distante.
- Buenas tardes.
- Hola. Estoy mirando.
- Está bien. – Respondió, sonriendo, el vendedor.- Si buscás algo para vos, allí tenés el sector de hombres.
- Bueno. Miro, y cualquier cosa te aviso.
- Sí, claro. – Y se quedó prudentemente a un costado, con simulada indiferencia.
Octavio caminó por el local, con una mano en el bolsillo del pantalón, y la otra, toqueteando desinteresadamente las camisas prolijamente colgadas.
En un extremo del salón, dos vendedoras dialogaban en voz alta, como discutiendo sobre algo, pero sin violencia. Una era rubia, de pelo lacio. La otra morocha, de grandes rulos. Ambas estaban de espaldas a él, lo que le despertó cierta infantil curiosidad por ver sus rostros. Parecían estar acomodando un mueble, un exhibidor. Discutían y gesticulaban enérgicamente, pero no parecían estar enojadas. Sacudían sus manos con alegre frenesí, como un alboroto de palomas histéricas, mientras buscaban algo en una especie de catálogo.
- Ves? – Decía la rubia- Ese color no va con esa línea.
- Te digo que sí. Mirá. Acá está colgado. No seas caprichosa, Agustina!- Replicaba la morocha, señalando algo en el libro.
- No, Vane. Es otro color.- Y la rubia, señalaba otra imagen impresa en el disputado manual.
- - Pero Agus, decime….Si lo armamos así…..Vos te lo pondrías? Vos te pondrías esto??
El olvidado vendedor interrumpió su pasiva contemplación.
- Viste algo que te gustó?
- Todavía no.- Respondió, casi mecánicamente. – Pero mostrame alguna camisa. Quiero ver qué tenés. Soy talle cuarenta y dos.
- Dale. Ya te traigo los modelos.
Las dos chicas continuaban su acalorada deliberación, mientras quitaban pilas de camisas y sweaters, y volvían a colocarlas en el mismo lugar. O las corrían, o, repentinamente vaciaban todo el mueble, dejando sobre una mesa una montaña multicolor de ropa, un edificio de piezas a punto de derrumbarse. Curiosamente, aquella imagen le pareció familiar. Tal vez él mismo era una pila de cosas desparejas caprichosamente amontonadas, aguardando un golpe de viento, o apenas una brisa, que lo desparrame por completo.
Octavio las admiraba asombrado, y cada vez más curioso por poder ver sus rostros. Otras dos vendedoras, en cambio, repartían sus miradas entre la pila indescifrable de ropa y la graciosa discusión entre Agus y Vane (él ya sentía conocerlas de algún modo) con marcado fastidio.
- Aquí te traje las camisas. – Interrumpió otra vez su vendedor.
Octavio apenas podía mirar las camisas que desplegaban frente a él. Le parecían todas iguales. De todas formas eligió una para probarse, simplemente porque al ir al cambiador, podría pasar al lado de las dos chicas y lograría descubrir el misterio de sus rostros.
Así fue que tomó una de las camisas, y, cuando se dirigía al vestidor, ambas chicas giraron, y se perdieron en una pequeña puerta, en lo que parecía ser un depósito. Otra vez la frustración de no poder verlas.
Se cambió rápido. Ni siquiera se miró al espejo. Sólo se quedó esperando, con la expectativa de volver a escuchar las voces de Agus y Vane.
Apenas las oyó, salió disparado del probador, con la euforia de un niño en la mejor juguetería. El corazón le palpitaba como una locomotora. Ni siquiera miró al pobre vendedor, que lo aguardaba junto a la cortina.
- Cómo te fue la camisa? – Preguntó, absolutamente en vano.
Octavio caminó lenta pero nerviosamente, con la tensión de un explorador a punto de encontrar un ansiado tesoro, siguiendo los pasos de las dos chicas.
Y, de repente, sucedió. La morocha, la de los rulos interminables, giró lentamente su rostro hacia él, en un etéreo y delicado paso de ballet. Y pudo ver sus ojos negros y profundos, dibujándose ante él, como un inesperado sueño, o un inolvidable recuerdo que lo partía en dos con dulce impunidad. Su boca delicada, sonriendo inocentemente, con la frescura del rocío.
Octavio sintió que toda la noche de sus cabellos le caía encima como una inmensa ola de oscuridad que lo aplastaría como a un insignificante insecto. No podía ser…El fantasma de Sofía volvía a aparecer frente a él, con toda la belleza, con toda la furia de un amor imposible.
- Te están ayudando? – Preguntó, con una voz suave y nueva.
- Sofía?
- Perdón? – Preguntó Vane, sin entender.
- Disculpame. No esperaba encontrarte acá también. – Respondió, con la voz resquebrajada.
La vendedora lo miró perpleja, con un imborrable gesto de absoluta incomprensión. Mientras él, retrocediendo, tembloroso y desesperado, aterrado de amor, huía del local, como quien intenta huir de lo inevitable, de un insalvable destino que terminará atrapándolo una y otra vez…
Octavio desapareció tan rápido como pudo.
El vendedor ser acercó a sus compañeras, aún desorientadas por aquel extraño cliente, y dijo:
- Otro mansi más… Hoy no le vendo nada a nadie.

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