domingo, 20 de diciembre de 2009

La carraspera de Octavio




Octavio decía no recordar el momento en que comenzó a tener este problema. Pero en el fondo sabía perfectamente el instante preciso.
Fue una tarde, compartiendo un capuccino con una chica que había conocido recientemente. A él lo perturbaba el escote pronunciado y sugerente de ella. No sólo por lo que aquella imagen encerraba (con dificultad), sino por lo apretujado y forzado de la prenda en cuestión. Los botones parecían balas a punto de dispararse, y él, sin dudas, sería un blanco fácil.
Conversaban de temas que a Octavio se le tornaban cada vez más difusos e inalcanzables a medida que sus sentidos se concentraban poco a poco en ese mismo lugar, amontonándose, como presos en fuga.
Tres botones a punto de volar por el aire…
Fue entonces que él comenzó a hablar, casi sin parar. No sabía exactamente lo que decía. Era como una especie de reacción involuntaria. Apenas tomaba aire entre frase y frase. Su parloteo era una interminable cadena de sonidos entrelazados, un enredo de vocablos que se convertía, con cada frase indescifrable, en un monstruo de formas inconexas, sin pies ni cabeza, dejando absolutamente perpleja a su interlocutora de busto prominente.
Fue allí que todo comenzó. Las palabras pasaron a ser sonidos, los sonidos a ruidos, y finalmente, cuando Octavio estaba a punto de ahogarse, una profunda carraspera. Su garganta parecía poblarse de piedras arenosas que chocaban entre sí. Y luego tos. Y Octavio ya no podía hablar. Tan sólo un desgarrado gorjeo, casi como un alarido deshilachado, proveniente desde lo más profundo de su vientre.
Tosía, y se ahogaba. Y luego las arcadas. Su compañera primero se cubrió el escote, en un intento por protegerse de algo que no lograba comprender. Y un momento después, lo miraba de pie, preocupada y desencajada. Y Octavio carraspeaba ya con dolor. Un rugido opaco que transfiguraba su pálido rostro.
Y otra vez las arcadas, cada vez más intensas. Su cuerpo se dobló, como un arco a punto de lanzar su flecha. Y luego de una honda convulsión, de su boca babeante se precipitó hacia la mesa un extraño plumífero. Un alocado pollo que desplegaba asombro y plumas ante la atónita concurrencia del café.
Ya la chica había desaparecido en desesperada fuga. Y Octavio terminaba de quitarse de entre los labios algunas pelusas que aquella imprevista criatura había perdido durante su aparición.
Fue así que se inició. Y cada vez que Octavio comenzaba a conversar con alguna mujer que le gustaba, que lo atraía, o que de alguna forma lo perturbaba, la carraspera se apoderaba de su garganta, hasta acabar lanzando un incontrolable pollo sobre ella…

lunes, 27 de julio de 2009

Sed





No es lo mismo. No puede serlo. Destruir no es lo mismo que desconstruir. La destrucción sólo nos deja consecuencias inesperadas, y la misma sensación de incomprensión. Podemos destruir aquello que nos molesta, o que ya no queremos. Pero todas las preguntas que nos hacemos sobre esto seguirán inalteradas, tal vez, como una extraña especie de sobrevivencia. Pensado así, la destrucción es esencialmente, imposible. Sobre todo cuando se trata de sentimientos. No podemos borrar aquello que nos marca el rumbo de nuestro corazón. Destruir el amor, es imposible.
Qué podía hacer Octavio, entonces? En su oscuro diálogo interior, estas ideas se entrecruzaban resbalosamente, como eléctricas lombrices.
Debía desconstruir su amor por Sofía. Quitar sistemáticamente cada indicio, cada partícula de ella en él. Como un meticuloso desmembramiento. Una estratégica mutilación de todos los hilos que los unían.
Comenzó a intentar clasificar cada elemento en ella. Cada pequeña cosa que lo atraía.
A cada detalle, le surgía una sensación diferente como respuesta, como algo natural, orgánico.
Pensaba en sus cabellos. Y en sus manos ardía el deseo de la textura entre sus dedos.
Pensaba en sus labios. Y su boca se apoderaba de un sabor dulce. El suave llamado de un beso perdido en la promesa.
Pensaba en su piel. Y tánta blancura le quemaba los ojos.
A medida que intentaba elaborar su matemático balance, las teorías se le derrumbaban como barajas, en un juego donde la suerte parecía estar echada. Al fin y al cabo, Octavio se había convertido en lobo. Y ya, para él, todas las tácticas, las estructuras diagramadas desde rígidas planillas e informes, se sacudían como la hierba salvaje de la estepa.
Ella sólo podía provocarle sed. Una profunda y encarnada sed.

martes, 7 de julio de 2009

Lobo




Octavio salió de su casa en silencio. Con todos sus sentidos alerta. Como un nacimiento, casi. Pendiente de cada sonido, de cada olor, de cada tacto de sus dedos, de cada sabor en su nueva boca, de cada imagen renacida ante él. La calle, como una múltiple revelación. Atravesaba las esquinas, como si fueran débiles fronteras para su camino, márgenes de una realidad negada por tiempo indeterminado para él. El bullicio de la cuidad, una extraña música, la voz de la liberación para su alma de lobo solitario y encerrado. Se aventuraba a cada detalle, aunque ínfimo, con la sed de quién vuelve a la vida luego de haber permanecido dormido, o prisionero, o muerto.
En sus ojos salvajes desfilaban los rostros de la ciudad, lugares, edificios y automóviles, elementos vivos de esa nueva geografía en su cuerpo de animal liberado. En este advenimiento de lobo hambriento y reanimado, este nuevo bosque de cemento y hojalata se mostraba ante él, como un orgulloso descubrimiento. Y Octavio iba haciendo suyo cada rincón, cada pared, cada indiferente transeúnte, apenas con sus ojos amarillentos y fríos, profundos, como la luz de la luna.
Atravesó la avenida 9 de Julio casi agazapado. Tánta expansión lo hacía sentir inseguro, expuesto. Prefería la apretada oscuridad de las calles céntricas. Por eso tomó por Viamonte, en dirección al bajo. Las veredas angostas le provocaban cierta seguridad, el anonimato de los cuerpos amontonados, desconocidos, en ese ir y venir sin nombres y sin destinos ciertos.
Deambuló por esas calles, sin saber exactamente hacia dónde, ni para qué. Sus piernas parecían conocer ese camino, en ese laberinto de pasos y esquinas. Puertas, números, veredas, calles, gente, mucha gente, muchos autos, muchos ruidos. El bosque se apretaba ante sus ojos de lobo, como una noche cerrada, a pesar de ser temprano en la mañana. Sintió ganas de ahullar, pero sintió que nadie lo escucharía. O lo que es peor; nadie entendería el desgarrador sonido de su lamento. No parecían ser como él. No había hambre en sus ojos, no había sed, no había el terror y la adrenalina del descubrimiento en esas miradas. Frío, sí. Pero el frío del hastío, o quizás, de la costumbre. Definitivamente no eran iguales a sus ojos de lobo. No eran iguales a él.
Cuando se dio cuenta, sus piernas lo estaban llevando al interior de un edificio. Casi sin saberlo, saludó al portero, subió las escaleras, atravesó un pasillo, devolvió gestos y sonidos que aparentaban cordiales y automáticos saludos. Sorteó complejos vericuetos entre cubículos de plástico y alfombras, piezas de un extraño laberinto que su cuerpo recorría con la habilidad de un ratón que conoce su rumbo.
De repente, una silla, un escritorio, una pila de carpetas, y él mismo sentado, ahora, frente al monitor de la computadora. De aquella breve sensación de libertad que lo impulsaba a andar por esas calles nuevas, la incómoda sensación de sentirse minúscula pieza, la hoja, tal vez, caída de algún misterioso árbol, y arrastrada por la corriente insalvable del río. Y depositado allí, desnudo de certezas, hambriento aún de respuestas. Un confuso lobo, domesticado, o agotado, por la incontenible fuerza de los años, de los días, de los minutos.
Sintió algo parecido a tristeza. Un delicado dolor en la boca. El sabor de la decepción, quizás.

jueves, 12 de marzo de 2009

La Mano






Octavio sólo supo que su brazo había cobrado vida propia una mañana de miércoles, recién dos días después de haberse quitado el yeso que soportó estoicamente durante cuarenta días.
Al principio, sintió que sus músculos intentaban moverse involuntariamente, pensando, con lógica inocencia, que se trataba sólo de algún acto reflejo, producto de tánto tiempo de forzada inmovilidad.
Su antebrazo comenzaba a elevarse, al principio, tímidamente. Y eso lo obligaba a levantar su hombro, inclinándose hacia un lado; lo cual, al caminar, producía cierta aparatosidad en su andar.
Se veía, con incipiente pudor, reflejado en las vidrieras de la calle. Su torso arqueado, en un incomprensible esfuerzo por mantener aquella extremidad junto a él, sometida y correctamente ubicada. Esta incomodidad se reflejaba en su rostro, que denotaba cierta rigidez, emulando, tal vez, un sostenido estreñimiento que lo perturbaba sin pausa, impiadosamente.
Las primeras horas, los primeros dos días, se mantuvo así, asumiendo que esta involuntaria intención de su brazo de levantarse, de elaborar un incierto movimiento, tal vez como un simple gesto, era apenas una mecánica respuesta de su cuerpo a aquella ortopédica prisión. Por otra parte, prisión que le habían derogado desgarrando el yeso con un cromado y filoso alicate. “Si todas las prisiones pudieran abrirse así, con esa simpleza, tan sólo con una precisa y básica herramienta”, pensó.
No fue hasta ese miércoles que advirtió, con atónita certeza, que aquello no era apenas un acto reflejo, el rebote de un elástico que se suelta de repente, después de la tensión. Apenas abrió los ojos, percibió que su brazo ya se había despertado antes que él. Y que, inexplicablemente, ya había quitado su libro de su pecho aún dormido. (Octavio solía abordar el sueño leyendo, dejando el libro abierto sobre su pecho, como un torpe abrigo en su corazón afligido). Y lo había cerrado, cuidando de ubicar el señalador en la página correcta. Pudo confirmarlo al verificar que el libro estaba prolijamente cerrado a su lado, y que la página era, precisamente, la ciento cuarenta y ocho, la misma que recordaba haber leído por último, la noche anterior.
Este extraño descubrimiento, lejos de asustarlo, le generó una curiosa excitación, y la inquietud de necesitar verificar este fenómeno con otras pruebas. Así fue que se dirigió al baño, dispuesto a lavarse las manos y el rostro, como todas las mañanas. Entonces, se quedó un instante prolongado frente al espejo, contemplándose, mirando con ansiedad a su brazo revivido. Esperando una señal, un gesto. Lo observaba con impaciencia, pero con aprobación, con una expresión similar a la de un padre hacia su hijo, autorizándolo, ofreciéndole la confianza para que éste tome la iniciativa, y que, al fin, se exprese sin temor, sin vergüenza.
Primero fue como un temblor, un leve cosquilleo debajo del hombro, como una imperceptible descarga que le recorrió el bíceps, hasta el antebrazo. Luego, un breve oscilar, pero abrupto, como el despegarse de los párpados, los párpados de los ojos de su propio brazo. Ridículamente, tal vez, pero así lo sintió. Aquella criatura que había nacido desde su hombro lo observaba también, con indescifrables ojos.
Se contemplaron mutuamente, reconociéndose propios, aprobándose, descubriéndose, maravillándose de aquello que les estaba ocurriendo, y, a la vez, sin intentar explicaciones que serían absolutamente inútiles.
Octavio abrió la canilla, y su nueva mano, con inesperada naturalidad, se hundió en el fresco chorro de agua, mientras él no paraba de mirarla. Ella se hizo cóncava, y juntó un poco de líquido, que cuidadosamente llevó hasta el rostro de Octavio. Lentamente comenzó a lavar su cara, recorriendo su frente, sus párpados cerrados, sus mejillas, mientras él se dejaba llevar por la plácida sensación que el acicalado de aquella mano le otorgaba.
Así comenzó esta curiosa relación entre ambos. Una relación sin palabras, sin preguntas, con el único diálogo de los gestos, del tacto; con un constante cuidado mutuo.
Octavio no podía afirmar el por qué, pero supo de alguna manera que aquella mano era mujer. Lo supo, tal vez, por la metódica dedicación hacia los detalles, y hacia él mismo. A partir de Ella, él se fue convirtiendo en otra persona, más prolija, más higiénica, más ordenada. Ella lo alistaba todas las mañanas, lo ayudaba en su trabajo, lo acompañaba siempre, sin reproches, sin demandas.
Y él, algunas noches, cuando el silencio entre ambos propiciaba la comodidad y la intimidad que ellos disfrutaban, él, simplemente, la amaba…

lunes, 9 de marzo de 2009

Palabras

Octavio se había convertido en poeta mucho antes de saberlo él mismo. O, al menos, mucho antes de descubrir qué era aquello que le ocurría de vez en cuando, con intermitente frecuencia.
Fue una noche de abril, húmeda y fría, corolario de otro día más, oscuro y repetido, en la oficina. Cientos de datos anónimos ingresados en la computadora, pilas de papeles y carpetas, las voces de sus compañeros escurriéndose en los pasillos, alguna charla breve y sin sentido con Marcos, alguna secreta mirada intercambiada con Sofía. El abrigo, el tenue saludo, la calle helada, el subte repleto…
Esa noche había cenado los restos de la velada anterior: algunas empanadas que comió rápidamente, casi sin conciencia, mientras escuchaba música. Sólo la trompeta de Miles parecía demostrar vida en ese departamento, recorriendo los rincones, danzando solitariamente en las sombras de ese cuarto lúgubre y vacío.
Estaba sentado en su silla, sin pensar en nada. No existía imagen alguna en su cabeza en ese instante. Como si ésta también fuera un oscuro cuarto, despojado de objetos o de seres, apenas ecos recorriendo huecos olvidados.
Así estaba, desparramado en la reposera, como un animal desahuciado, cuando en su vientre, una sensación extraña e incómoda comenzó a gestarse. Llevó su mano a la barriga en un instintivo acto. Aquella sensación se fue transformando abruptamente, convirtiéndose en un ácido dolor; un ardiente calambre que le parecía surcarle el estómago desde lo más profundo de su ser. Se incorporó, aún sentado, ya movilizado por ese sufrimiento raro que lo doblegaba. Pensó en lo que había comido. Apenas recordaba. Sacó rápidas conclusiones. “Eran de ayer. Ayer comí lo mismo y no me pasó nada. “ Pensó en el almuerzo, en la hamburguesa que devoró, también, sin darse cuenta. No podía ser eso. No se había sentido mal en todo el día.
Se paró de golpe, para dirigirse al baño. El dolor se transformaba rápida y continuamente en él. Primero, un ardor en la boca del estómago, luego un retorcijón que le estrujaba las tripas. Luego, algo parecido a convulsiones, como fuertes latidos, como hondas contracciones. Estaba ya en el baño, sentado en el inodoro. Por momentos sentía que se cagaba encima. Por otros, que todo el aparato digestivo saldría despedido por su boca, como una extraña criatura que pujaba por salir de él, ya para nacer, o para huir de ese cuerpo moribundo, ese condenado continente que lo asfixiaba y confinaba a la extinción.
De repente, un brusco movimiento en el fondo de su abdomen, como una sorda explosión. Y luego, la sensación de un volcán haciendo erupción desde algún recóndito lugar en él, algún sitio indefinido dentro de él que había estallado. Y entonces, una ola de fuego abalanzándose desde allí, y recorriéndolo, atravesándolo por dentro, arrasándolo todo, mientras su esqueleto, arqueado y atónito se revolcaba en el piso del baño, aplastado contra los mosaicos. Este mar de lava encendida avanzaba, irreductible, ya por su pecho, quemando, arrastrando, ahuecándolo, como a un tronco derribado e indefenso. Llegaba al cuello, fortalecido por el efecto embudo, presionándolo, asfixiándolo, como si todas las manos del mundo intentaran ahorcarlo, pero desde dentro. Y luego, en la garganta. Pero allí, ya no era líquido. Aquel océano de roca derretida se había endurecido, y ahora era una candente piedra, tan grande como todo lo que había devorado en él, todos sus secretos, sus miserias, sus más oscuros sentimientos, su desperdiciado amor, su irrevocable soledad. Todo aglomerado en este irrefrenable macizo que le desgarraba la garganta para saltar a su boca, y luego, salir, libre, desprendido de ese volcán que había crecido en él, en su silencio.
Se dobló aún más, y sintió que ya salía por la boca. La sensación de un vómito incontenible, el ácido sabor en las glándulas, el profundo dolor en todo el cuerpo. Y cuando se disponía a vaciarse íntegro de su propio monstruo, sobre el suelo, descubrió, inesperadamente, que aquello que estaba por regurgitar no era otra cosa que palabras. Una explosión de palabras saliendo de su boca, como de un resquebrajado parlante. Y aquellas palabras, pronunciadas con aquella extraña voz (tal vez, la voz del dolor), se desplomaron una a una, vertiginosamente, adhiriéndose al silencio, rebotando en las paredes, y en sus oídos, como inquietas criaturas lanzándose a la vida, todavía torpes, pero ávidas; fluctuando en ese aire espesado por tántas cosas no dichas.
Como pudo, se incorporó, con inevitable debilidad en todos sus músculos, y buscó un papel y un lápiz. Porque, si bien no entendía nada sobre aquello que le había ocurrido, que le estaba ocurriendo, tuvo la certeza de que algo debía hacer.
Se arrodilló en el piso del living, y comenzó su desesperado intento de transcribir al papel aquellas palabras, que golpeaban en él como enloquecidas voces. Y a buscarles un orden, una secuencia, un sentido, si es que existía todo eso en ellas.
“Mañana me compraré un cuaderno”, pensó. Y continuó escribiendo, atrapando aquellas furiosas aves que revoloteaban a su alrededor.
Así fue que Octavio comenzó a convertirse en poeta. Recolectando aquellas palabras que surgían de él con la fuerza de un estallido arrasador. Y siempre precedido de esa extraña sensación de que su cuerpo se desgarraba por completo al despojarse de ellas.

jueves, 5 de marzo de 2009

Botones

Una tarde cualquiera, tal vez en Avenida Corrientes, Octavio se detuvo frente a una vidriera. Era una fábrica de botones. No supo qué lo había detenido allí, siendo los botones algo tan ajeno a sus cosas. Le llamó la atención, posiblemente, que todo allí tenía la apariencia de ser antiguo; desde los diversos modelos de botones, hasta las gráficas, los carteles, los exhibidores.
Desde adentro parecía aflorar un olor lejanamente familiar. Una particular mezcla de tela y plástico; una química textura que lo transportó por un instante a su niñez, al viejo costurero de alguna tía grande, en alguna siesta pueblerina, hurgando, en juegos inocentes.
Tal vez haya sido ese extraño olor. O, tal vez, todo allí, frente a él. Ese lugar, oscuro y oculto en la febril tarde de la ciudad, parecía suspendido en el tiempo.
Octavio sentía que estaba observando otra cosa, otro momento en la calle, en su vida. Aquellos botones brillarían, sí, detrás de las pálidas vitrinas, aunque él no pudiera percibir esos coloridos destellos, ya fuera por el polvo y la turbulencia de los vidrios, o de sus ojos envejecidos repentinamente, como pasa cuando nos encontramos contemplando el pasado desfilando ante nosotros.
De pronto, sus pequeñas manos, investigando con delicada torpeza entre aquellos botones. El estuche de la tía Blanca, atestado de agujas, alfileres, ovillos y variados botones. Los había opacos, algunos nacarados, otros con un brillo intenso. Redondos, cuadrados, ovalados, pequeños, más grandes…
Se entretenía clasificándolos en complejos grupos. Por tamaño, por colores, por formas. Algunas veces personificaban estratégicos ejércitos en un campo de batalla que nunca excedía de la alfombra del cuarto de costura. Otras, adquirían el valor de preciados tesoros disputados por valerosos personajes en lucha, encarnados en carreteles multicolores.
De pronto, aquellos juegos renacidos ante él. Pero sobre todo, la sensación en sus dedos. Pequeñas piezas resbalando entre sus manos, escurriéndose, perdiéndose, así como aquellas tiernas imágenes lo habían hecho de su endeble memoria. Hasta resurgir frente a él, en aquella lúgubre vidriera. Aquella secreta magia, oculta en esa vitrina polvorienta e inmóvil.
Otra vez el tiempo jugando con él, inesperado y travieso. Una gran mano, de regordetas y suaves falanges, sacudiéndolo de un lado al otro a su caprichoso antojo, reubicándolo en desparejas torres, en complejos grupos, en indescifrables tableros en donde los años, o los segundos, no son tales; apenas delgadas páginas de un libro que se escribe eternamente; diminutas piezas de un juego interminable, donde él, ahora, (o quién sabe siempre) apenas era un resbaloso y frágil botón.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Pensando en ella



Pensaba en ella. Qué era lo que sentía? Le daba pudor pensar que era amor. Una palabra tan importante para él. Hablar de amor Implicaría tántas cosas! Esa palabra era demasiado importante para él, como para usarla así nomás. Debía tener la convicción de saber qué era lo que sentía. Pero si no era amor, qué era? No paraba de pensar en ella. El profundo deseo de estar con ella, de soñarse con ella. Apenas cerrar los ojos y buscar su imagen como un sediento incurable al agua. Con la desesperación de la necesidad y la certeza de hallar sólo arena, cálida arena escurriéndose entre sus dedos resecos y vacíos. Y así era, tal vez, su vida sin ella, un desierto implacable, expectante, siempre surgiendo desde él y hacia todo. Desterrándolo a una eterna soledad. La peor soledad de todas, la soledad del corazón desgarrado. La soledad de no esperar nada más que aquello que sabemos que nunca vendrá. La soledad de los perdidos, de los quebrados por el amor imposible. Y si no era amor…Qué era? Qué podría ser esta tristeza que lo quemaba por dentro, como un sol inmenso? Ese hueco que crecía en él como otro ser, llenándolo de a poco y por completo de oscuridad, de silencio, de nada. Al final, habían convivido en su interior tantas criaturas, y todas confinadas a diminutos rincones, aplastadas por esa sombra que se apoderaba de él a cada minuto, a cada instante de su vida sin ella.
Qué podría ser si no amor? Cada brisa que rozaba su cara tomaba la forma de su cabello ondulado desenredándose contra su piel, como una delicada caricia, tan liviana como un recuerdo, como un perfume.
Cada instante en que la cruda rutina lo liberaba de sí, aunque fuera tan breve como un abrir y cerrar de ojos, él se lanzaba al dulce sueño de su sonrisa desplegándose ante él como un cielo amanecido, otorgándole un rayo de luz, un horizonte naciente entre tanta oscuridad. Y ella llegaba a él, hermosa y frágil, tan etérea como un sonido, como una voz, como un suspiro. Su cuerpo suave deslizándose en sus manos, dulcemente cálido, disolviendo el frío de sus dedos torpes. Cómo le gustaba pensar en ella! Imaginarla acercándose, siempre viniendo a él, como una inagotable bienvenida, un abrazo abierto eternamente.
Qué perfecta la veía en sus sueños! Con sus ojos negros y puros desnudándolo por completo, desvaneciéndolo todo, convirtiéndolo en apenas un trozo de lienzo cayendo lentamente al suelo, inútil ropaje evaporándose en la penumbra. Cuánta fuerza había en su mirada! Y cuan débil era él ante esa fuerza.
Qué era eso que sentía? Era deseo, apenas? Una profunda ilusión? Esa pregunta se clavaba en él con el ardor de un clavo oxidado e inexorable. Mientras abandonaba la indócil comodidad de su departamento no paraba de pensar en eso. No paraba de pensar en ella llegando hacia él, con la sonrisa fresca y los ojos profundos como el agua. Caminaba por la adormilada calle y los sonidos se perdían como lejanos ecos. Él, sólo caminaba hacia ella, hacia su encuentro. Tal vez pisando la arena blanda y fría de la mañana, en la orilla virgen, mientras el mar rugía su canto de espuma y amanecer. Las gaviotas observando, indiferentemente ariscas, planeando sobre la brisa y la bruma. Lentamente sus caminos se unían. Sus cuerpos se presentían. El sol amarillento del horizonte, como la más fuerte promesa de calor y placer en ese deseado encuentro, en esa esperada unión que parecía inevitable.
Qué era, sino amor, aquella fuerza que lo empujaba con tánta dulzura hacia ella? Sus pies ya no eran sus pies, apenas instumentos de un poderoso músculo que lo movía a su antojo. Y él, que ya no era el mismo de antes, de ayer, de anoche, de esta mañana, de hace una hora, de hace segundos, no podía dejar de pensar en ella.
Entró al subte. Y las gaviotas revoloteaban sobre él como amigables sombras; delicados fantasmas que lo aferraban a un sueño que él mismo tampoco quería abandonar.