jueves, 5 de marzo de 2009

Botones

Una tarde cualquiera, tal vez en Avenida Corrientes, Octavio se detuvo frente a una vidriera. Era una fábrica de botones. No supo qué lo había detenido allí, siendo los botones algo tan ajeno a sus cosas. Le llamó la atención, posiblemente, que todo allí tenía la apariencia de ser antiguo; desde los diversos modelos de botones, hasta las gráficas, los carteles, los exhibidores.
Desde adentro parecía aflorar un olor lejanamente familiar. Una particular mezcla de tela y plástico; una química textura que lo transportó por un instante a su niñez, al viejo costurero de alguna tía grande, en alguna siesta pueblerina, hurgando, en juegos inocentes.
Tal vez haya sido ese extraño olor. O, tal vez, todo allí, frente a él. Ese lugar, oscuro y oculto en la febril tarde de la ciudad, parecía suspendido en el tiempo.
Octavio sentía que estaba observando otra cosa, otro momento en la calle, en su vida. Aquellos botones brillarían, sí, detrás de las pálidas vitrinas, aunque él no pudiera percibir esos coloridos destellos, ya fuera por el polvo y la turbulencia de los vidrios, o de sus ojos envejecidos repentinamente, como pasa cuando nos encontramos contemplando el pasado desfilando ante nosotros.
De pronto, sus pequeñas manos, investigando con delicada torpeza entre aquellos botones. El estuche de la tía Blanca, atestado de agujas, alfileres, ovillos y variados botones. Los había opacos, algunos nacarados, otros con un brillo intenso. Redondos, cuadrados, ovalados, pequeños, más grandes…
Se entretenía clasificándolos en complejos grupos. Por tamaño, por colores, por formas. Algunas veces personificaban estratégicos ejércitos en un campo de batalla que nunca excedía de la alfombra del cuarto de costura. Otras, adquirían el valor de preciados tesoros disputados por valerosos personajes en lucha, encarnados en carreteles multicolores.
De pronto, aquellos juegos renacidos ante él. Pero sobre todo, la sensación en sus dedos. Pequeñas piezas resbalando entre sus manos, escurriéndose, perdiéndose, así como aquellas tiernas imágenes lo habían hecho de su endeble memoria. Hasta resurgir frente a él, en aquella lúgubre vidriera. Aquella secreta magia, oculta en esa vitrina polvorienta e inmóvil.
Otra vez el tiempo jugando con él, inesperado y travieso. Una gran mano, de regordetas y suaves falanges, sacudiéndolo de un lado al otro a su caprichoso antojo, reubicándolo en desparejas torres, en complejos grupos, en indescifrables tableros en donde los años, o los segundos, no son tales; apenas delgadas páginas de un libro que se escribe eternamente; diminutas piezas de un juego interminable, donde él, ahora, (o quién sabe siempre) apenas era un resbaloso y frágil botón.

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