miércoles, 25 de febrero de 2009

Pensando en ella



Pensaba en ella. Qué era lo que sentía? Le daba pudor pensar que era amor. Una palabra tan importante para él. Hablar de amor Implicaría tántas cosas! Esa palabra era demasiado importante para él, como para usarla así nomás. Debía tener la convicción de saber qué era lo que sentía. Pero si no era amor, qué era? No paraba de pensar en ella. El profundo deseo de estar con ella, de soñarse con ella. Apenas cerrar los ojos y buscar su imagen como un sediento incurable al agua. Con la desesperación de la necesidad y la certeza de hallar sólo arena, cálida arena escurriéndose entre sus dedos resecos y vacíos. Y así era, tal vez, su vida sin ella, un desierto implacable, expectante, siempre surgiendo desde él y hacia todo. Desterrándolo a una eterna soledad. La peor soledad de todas, la soledad del corazón desgarrado. La soledad de no esperar nada más que aquello que sabemos que nunca vendrá. La soledad de los perdidos, de los quebrados por el amor imposible. Y si no era amor…Qué era? Qué podría ser esta tristeza que lo quemaba por dentro, como un sol inmenso? Ese hueco que crecía en él como otro ser, llenándolo de a poco y por completo de oscuridad, de silencio, de nada. Al final, habían convivido en su interior tantas criaturas, y todas confinadas a diminutos rincones, aplastadas por esa sombra que se apoderaba de él a cada minuto, a cada instante de su vida sin ella.
Qué podría ser si no amor? Cada brisa que rozaba su cara tomaba la forma de su cabello ondulado desenredándose contra su piel, como una delicada caricia, tan liviana como un recuerdo, como un perfume.
Cada instante en que la cruda rutina lo liberaba de sí, aunque fuera tan breve como un abrir y cerrar de ojos, él se lanzaba al dulce sueño de su sonrisa desplegándose ante él como un cielo amanecido, otorgándole un rayo de luz, un horizonte naciente entre tanta oscuridad. Y ella llegaba a él, hermosa y frágil, tan etérea como un sonido, como una voz, como un suspiro. Su cuerpo suave deslizándose en sus manos, dulcemente cálido, disolviendo el frío de sus dedos torpes. Cómo le gustaba pensar en ella! Imaginarla acercándose, siempre viniendo a él, como una inagotable bienvenida, un abrazo abierto eternamente.
Qué perfecta la veía en sus sueños! Con sus ojos negros y puros desnudándolo por completo, desvaneciéndolo todo, convirtiéndolo en apenas un trozo de lienzo cayendo lentamente al suelo, inútil ropaje evaporándose en la penumbra. Cuánta fuerza había en su mirada! Y cuan débil era él ante esa fuerza.
Qué era eso que sentía? Era deseo, apenas? Una profunda ilusión? Esa pregunta se clavaba en él con el ardor de un clavo oxidado e inexorable. Mientras abandonaba la indócil comodidad de su departamento no paraba de pensar en eso. No paraba de pensar en ella llegando hacia él, con la sonrisa fresca y los ojos profundos como el agua. Caminaba por la adormilada calle y los sonidos se perdían como lejanos ecos. Él, sólo caminaba hacia ella, hacia su encuentro. Tal vez pisando la arena blanda y fría de la mañana, en la orilla virgen, mientras el mar rugía su canto de espuma y amanecer. Las gaviotas observando, indiferentemente ariscas, planeando sobre la brisa y la bruma. Lentamente sus caminos se unían. Sus cuerpos se presentían. El sol amarillento del horizonte, como la más fuerte promesa de calor y placer en ese deseado encuentro, en esa esperada unión que parecía inevitable.
Qué era, sino amor, aquella fuerza que lo empujaba con tánta dulzura hacia ella? Sus pies ya no eran sus pies, apenas instumentos de un poderoso músculo que lo movía a su antojo. Y él, que ya no era el mismo de antes, de ayer, de anoche, de esta mañana, de hace una hora, de hace segundos, no podía dejar de pensar en ella.
Entró al subte. Y las gaviotas revoloteaban sobre él como amigables sombras; delicados fantasmas que lo aferraban a un sueño que él mismo tampoco quería abandonar.

jueves, 5 de febrero de 2009

Espejo



Octavio despertó abruptamente, aunque sin darse cuenta del preciso momento en que sus ojos se abrieron. En realidad, apenas recordaba oscuras imágenes del día anterior, o de lo que suponía que había sido su día anterior. Realmente, en su confusa memoria sólo se entrelazaban disociadas escenas sin sentido. Las paredes de su oficina, algunos rostros difusos, los pasillos, Sofía, la calle. Todo esto revuelto, traído desordenadamente a su recuerdo como viejas fotografías que el viento arrastró a su antojo. No podía encajar en su cabeza los instantes. Un incómodo rompecabezas le perturbaba la mañana, más aún que la implacable jaqueca que lo obligaba a rehuir del sol que entraba por su ventana.
De todas esas fugaces impresiones, sólo el rostro de Sofía le causaba algo. Una extraña sensación de tristeza lo doblegaba todavía más. La ardiente nostalgia que queda después de una despedida. La compleja sensación de que algo se ha terminado, en medio de tánta cosa indefinida y confusa. Esa dolorosa certeza que nos invade al ver partir de nuestras vidas a aquellos que queremos y deseamos preservar en nosotros, vanamente.
Mientras arrastraba sus pesados pies en el piso de la cocina, bebió un sorbo de agua. Puso la pava a calentar, como todas las mañanas, para prepararse el mate. Y se fue al baño. Encendio la ducha y salió, esperando que el vapor ocupara todo el vacío, todos los espejos, como siempre.
Cuando volvió a entrar, el aire tenía tanta humedad que se hacía casi irrespirable. Se paró frente al lavatorio, y comenzó su rito habitual, esparciendo la espuma de afeitar por todo su rostro. Así comenzó con su mecánico procedimiento.
Y de repente, en un instante breve, un deseo súbito se adueñó de él. Como lo hacen los sueños en cuanto nos entregamos al profundo descanso. Un impulso inexplicable, irrefrenable, como un acto propio del destino, superior a él. Así fue que cerró la canilla. El vapor paró de brotar desde allí, y el empañado espejo comenzó a despejarse. Aquella indescifrable imagen comenzó a disolverse ante él, como un bloque de hielo, revelando aquello que siempre ocultó en las profundidades de su nube, de su frío, oscuramente preservado.
Aquel rostro estaba allí. Expectante, todavía difuso. Octavio podía sentir su ansiedad, su hambre de ver, o de ser visto. Sus hondos ojos de cazador al acecho, esperando, estáticos y punzantes. Vacíos de vida, y sin embargo, plenos de necesidad de vivir, de traspasar esa densa niebla que tan sólo lo encerraba, lo escondía, lo confinaba a una espera mezquina y desesperada.
Por fin llegó el momento. Ese instante tan temido por uno y tan deseado por otro. O viceversa. Y ambos sintieron miedo. La fuerza de lo irreversible arrasándolos por completo, despegándolos de ellos mismos, de ese universo plano que los mantiene marginados y contenidos. El viejo lobo abordando a su presa, y siendo cazado a la vez. Entes fusionándose en un mudo salto hacia ellos mismos, hacia la unión total y sin tiempo que se les manifestaba allí mismo, en ese espejo implacable, en ese precipicio sin salvación ni final. Ya sus ojos eran los mismos ojos. Ya verían las mismas cosas. Cargarían las mismas sombras. Llorarían las mismas lágrimas. Desearían los mismos sueños. Afrontarían el día con el mismo esfuerzo, con el mismo dolor, con la misma miseria, o ilusión, o resignación, o renuncia…Ya la mirada sería una sola. Las cicatrices ungidas por los mismos recuerdos. Y a pesar todo, la cruda certidumbre de que nada sería lo mismo a partir de entonces. Si la realidad es la percepción de nuestros propios sentidos, el mundo ya había dejado de ser el mismo para ellos, para él…