jueves, 1 de enero de 2009

Viento

Octavio entró a la oficina como si fuera una sombra. Un viento fugaz que entra por la ventana sin pedir permiso. Así pasó por los pasillos, indiferente a todos, con la fuerte sensación de tener que hacer algo. Una ciega convicción. Al fin de cuentas, él realmente no sabía a ciencia cierta qué era aquello que debía hacer.

Sólo se detuvo un instante en el dispenser para tomarse dos o tres vasos de agua fresca. Y siguió su camino. Pasó frente a Marcos, que sólo atinó a intentar saludarlo apenas con un gesto, ya que lo vió sólo unos segundos.

Doblaba en los pasillos como aquel que al fin ha descifrado un complejo laberinto, y se encamina hacia su destino, irreversible y seguro, otra vez, como un viento de otoño arrastrando a las hojas a su antojo.

En una curva, sin quererlo, se topó con Sofía. Apenas pudo amortiguar el choque colocando sus manos hacia adelante. Ella lo miró sorprendida, pero igual le sonrió. Hermosa, como siempre, con su cabello negro y ondulado enroscado sobre los hombros. Octavio la miró un instante, sólo un instante. Sin tristeza, sin dolor, sin reproche. Tan sólo contemplando cómo la luz de Sofía se disipaba en él, en ese viento oscuro de agosto en que se había convertido. Y con esa misma fuerza, se apartó de ella, intocable y frío, para seguir su camino. Apenas un imperceptible susurro pidiendo perdón salió de sus labios, que ya no eran boca, tan sólo una ráfaga más, desparramando polvo y hojarasca en la tarde que se entrometía en el geométrico edificio.

Así llegó a su box, revoloteando hojas, desordenados apuntes, amarillentas carpetas. De pronto, sus manos de aire arrojaban papeles al tacho. En prolijos torbellinos desarmó todo, para volver a acomodarlo en otra distribución, despegando papeles con antiguas anotaciones, así como se arrancan opacos recuerdos de la memoria. Sus dedos de soplidos borrando todo lo que ya no servía, todo lo que Octavio ya no quería ver, toda la ceniza en ese tronco encendido que latía con fuerza dentro de él, como un corazón ardido por el dolor, por la pasión, por la furia.

Recogió sus cosas, su maletín y su saco, y se fue volando, arrastrando a su paso los vestigios de lo que él ya no era, ya no quería ser. Así atravesó la oficina, a sus compañeros, a los intrincados y ahora indefensos pasillos, a Sofía, que apenas parecía una penumbra, una frágil vela, agitada por el viento de agosto que pasaba frente a ella, sobre ella, atravesándola también, y sin tacto alguno, como un grito mudo, como un cálido aliento.

Octavio salió del edificio y se perdió en la tarde, desplegándose en la calle, sacudiendo las hojas secas, los papeles tirados, los rostros grises, los vestigios del día que se perdía en las esquinas de la ciudad.