lunes, 29 de septiembre de 2008

Octavio en la Oficina


Octavio llegó a la oficina temprano. Saludó al portero con un gesto amable; y subió los dos pisos por la escalera. No soportaba esperar el ascensor. En realidad, esperar no era algo que él pudiera hacer bajo ninguna circunstancia.
Esa mañana estaba más ansioso que de costumbre. La última charla con Sofía lo había dejado sumamente impaciente y entusiasmado. Casi no había logrado dormir en toda la noche. Había soñado con sus ojos oscuros y brillantes; filosos, como una implacable navaja que lo abría en dos con sólo posarse en su mirada de niño fascinado. Soñó con sus labios rojos, turgentes y prohibidos. Esos labios lograban derribar todas sus defensas posibles con sólo una sonrisa. Y sus hombros…Nada lo excitaba más que esos hombros blancos y suaves, apenas rozados por las negras ondas de sus cabellos. No había duda, Sofía era hermosa. Y ella lo sabía. Sabía, además, lo que provocaba en él; y jugaba con eso como un felino con su inofensiva presa.
A Octavio le gustaba ese juego. Lo atormentaba dulcemente, como esos placeres que satisfacen y duelen al mismo tiempo.
Cada vez que ella lo tocaba, apenas, al pasar detrás de él en algún pasillo de la oficina, cada vez que sus uñas delicadas y hábiles, rasguñaban suavemente su cintura a través de la camisa, todo su cuerpo se estremecía, como la débil hoja de un árbol castigado por el hacha que finalmente acabará derribándolo.
Aquella última tarde, cuando por fin hablaron, en secreto, peligrosamente solos; y sus bocas estuvieron sensiblemente cerca. Aquella última tarde que se tomaron de las manos, nerviosos, con la exaltación que sólo da el riesgo. Y se prometieron encontrarse, otra tarde, ya afuera del ámbito de escritorios, cubículos y pasillos grises; en algún lugar privado, para poder mirarse sin pudores ni miedos; para poder besarse con impune pasión. Aquella tarde mágica, su corazón estalló en un galope desbocado que nada ni nadie detendría.
Octavio no podía controlar su ansiedad. Cuando llegó Marcos, su compañero más veterano en la oficina, inmediatamente se acercó a su box, con la taza de café en la mano, intentando aparentar desinteresado.
- Qué hacés? – le dijo, apenas se apoyó en el marco de la puerta.
- Todo bien, campeón. Y vos?- le respondió, mientras colgaba sus saco.
Marcos inmediatamente advirtió que algo le pasaba. Mientras acomodaba su silla lo miró de reojo, con incipiente preocupación.
- Que te anda pasando?
No habían pasado dos minutos, y Octavio estaba recostado en el escritorio de su compañero. Le describió la situación en que estaba, sin dar nombres, claro, esforzándose en remarcar que no era nadie del trabajo. Su amigo lo escuchó atento, con la solidaria atención que se brindan los varones de verdad ante este tipo de confesiones. Octavio, en cambio, no paraba de hablar. Le contó, sin pausa, cómo lo hechizaban sus hombros descubiertos, sus ojos negros y vivaces; cómo lo volvía loco el mínimo contacto con sus manos, como un diálogo cómplice, una tácita invitación a su fantasía, a su deseo más profundo. Le contó que podrían encontrarse, y, que esa posibilidad le quitaba el sueño, lo carcomía como una dulce peste.
Marcos lo seguía en silencio, como un juez que anota cada detalle, y lo analiza, antes de dar su veredicto. Y cuando Octavio se calló, apenas para beberse un sorbo de café, le dijo:
- Y decime…Cuándo te encontrás con Sofía?
- Cómo sabés? Quién te contó? Alguien más lo sabe?
- Pará , pará! – lo tranquilizó- Yo no me chupo el dedo. Qué te creés? Que soy viejo al pedo yo? Si cada vez que la ves se te cae la baba.
Octavio estaba atónito, avergonzado de pensar que todo el mundo en la oficina lo hubiera notado. Pero Marcos prosiguió, con la convicción del que sabe que cumple con su deber.
¨Vos tenés que organizar algo ya, para hoy mismo, si es posible. Tenés que aprovechar que está temblando para darle el golpe final, para el knock out. Haceme caso.¨
Octavio escuchaba con atención, mientras su experimentado compañero proseguía su infalible receta con arrollador entusiasmo, como esos entrenadores de boxeo en el rincón, alentando a su pupilo.
¨Y en la primera de cambio, directo al telo, cross de derecha, nada de boludeo, de romanticismo. Escuchame!...La mina es casada, lo tiene al marido para eso, che! Eso sí. La tenés que matar. Que no se olvide más esa hija de puta!¨
Octavio acompañaba con incómodo asombro cada afirmación de Marcos. Lo impresionaba su pasión en cada detalle, en cada gesto que derrochaba en el secreto reducto de su desordenada oficina, como feroces puñetazos en al aire. Y, también, esa misma agresividad al hablar de Sofía lo irritaba. Después de todo, era la mujer de sus sueños.
¨Yo tengo la solución, papá! Arreglá con ella, y me venís a ver. Yo te voy a dar algo que te va a hacer volverla loca.¨
Octavio, aunque algo incrédulo, salió de allí como un corcel cuando le abren la gatera, resollante y brioso. Los minutos pasaban con vértigo, con la furia del soldado que se lanza a la batalla. De pronto, después del almuerzo, en un pasillo, la vio, sensualmente detenida frente a la fotocopiadora. Las piernas torneadas, su boca prominente y exquisita, sus hombros de terciopelo.
Se paró a su lado, como esperando su turno para usar la máquina, y , casi al oído, le susurró:
- Esta tarde, nos vemos?
Ella apenas lo miró de reojo, nerviosa; simulando arrogancia en donde había ansiedad y deseo.
- Está bien- respondió.- Cinco y media en el bar de Maipú y Corrientes.
- Ok.- asintió, con el corazón en la boca.
Octavio se alejó de ella con urgencia, con un grito de euforia contenido en la garganta y en los puños. Fue directo a ver a Marcos.
-Tomate una de éstas- le señaló, mientras depositaba en su mano una pastilla celeste.
- Qué es eso?
- Viagra, boludo!
- Estás loco? Yo no necesito eso!
- No es cuestión de necesitar, papá! Con esto, la matás en el primer round. El muñeco no se te va a bajar ni que lo cagues a trompadas.
- Pero…a vos te parece?
- Haceme caso. No se olvida más la guacha de la paliza que le vas a dar. Después de esto, no te la sacás más de encima.- afirmó Marcos, con orgullo casi paternal.
Y así fue como Octavio, un rato antes de las cinco, cuando estaba por salir de la oficina, se tomó la mágica pastilla que lo ayudaría, según su confiable entrenador, a cautivar a Sofía para siempre.
Miraba su reloj a cada instante, aguardando el momento de salir, de correr al encuentro de la pasión que lo esperaba en los labios de la mujer que más deseaba.
Eran las cinco menos cinco cuando apareció Sofía en su box. Lucía nerviosa, al borde de la desesperación; con una profunda palidez en su rostro.
- Qué pasa? – preguntó él, asustado.
- Perdoname. No puedo.
- Cómo? Qué pasó? – Mientras se puso de pie, tomándola de los hombros.
- No pasó nada. Simplemente no puedo. Perdoname, por favor. Debés pensar que soy una histérica.- le dijo, al borde del llanto.
Verla tan mal lo conmovió tánto, que se olvidó de todo lo demás.
- Está bien. No te preocupes. – le dijo.
Ella lo miró, enternecida por su comprensión, por su actitud de nobleza, de absoluto desinterés personal. Sonrió, con dulce tristeza; estiró su mano blanca y suave, y acarició su rostro marchito, y afligido por la decepción. Y ese minúsculo gesto, ese ínfimo instante de contacto entre ellos, encendió en él toda la magia de su pasión, increíblemente potenciada por la pastilla que su amigo le había obsequiado.
Sofía desapareció, dejando atrás la pobre figura de un hombre quebrado por la desilusión, irremediablemente erecto, como un poste en el desierto; firme, y absolutamente inútil; enhiesto y olvidado. Un poderoso cañón con la mecha encendida y sin blanco, un grito amordazado, un calambre interminable.
Como a las ocho de la noche, el portero, que recorría el edificio recogiendo residuos, lo encontró sentado en su escritorio, con la mirada clavada en el mudo monitor.
- Qué hacés? Mucho trabajo atrasado?
Octavio apenas asintió con un rígido gesto, y siguió mirando la pantalla, recordando en silencio el cuerpo de Sofía alejándose de él, como una brisa, mientras un agudo ardor le quemaba los testículos.
Las palabras de su viejo amigo retumbaban en su cabeza, como una maldición inquebrantable, como el irreversible conteo del árbitro, marcando el final de la pelea.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Octavio en el Subte

Octavio se subió al subte como pudo. Empujó, hasta quedar justo frente a la puerta; y luego, la misma corriente de ese río de gente semidormida lo depositó adentro. Así quedó, apretujado, incómodo, como todas las mañanas. Su brazo fracturado, enyesado desde la muñeca hasta casi el hombro, le hacía las cosas aún más difíciles. El maletín, colgando en la única mano hábil.
Así estaba, encajado entre un señor de sobretodo, y una señora robusta y bastante abrigada. Detrás, dos muchachos callados, tiesos por la hora y el invierno. La marea los movía dentro del vagón; y así, el cardumen de sardinas enlatadas se iba desplazando por el vagón/lata, dócil y mudo. El último oleaje/empujón lo dejó incrustado contra el poste, de frente a una chica joven, como él, de unos veinticinco años.
Era rubia. Sus ojos verdes dejaban percibir su belleza a pesar del cansancio evidente en su mirada. El cabello ondulado, estratégicamente desprolijo, caía suavemente sobre sus hombros. Era naturalmente elegante, aunque informal. Trabajaría en alguna oficina - Supuso.
Octavio no podía dejar de mirarla; además, por ser el único lugar hacia donde su rostro podía orientarse.
No quería incomodarla, por eso, intentaba disimular que la observaba. Por momentos se concentraba en sus zapatos, en los pliegues de su abrigo, en un pequeño broche en la solapa, en sus labios carnosos...Pero nada lo impresionó más que sus manos. Parecían las delicadas alas de un ave que había posado su vuelo sobre sus rodillas. La piel blanca, sin imperfecciones; las uñas largas, prolijamente pulidas y pintadas; los dedos delgados, inmóviles, como una fina pieza de porcelana.
Fluctuaba en la belleza de su ignota compañera de viaje, cuando comenzó a sentir una incipiente picazón que le recorría agudamente su glúteo, desde el vértice del recto, como una filosa lombriz pujando por salir.
Intentó relajarse, a sabiendas de su absoluta imposibilidad de movimiento; pero aquella incómoda sensación era cada vez más intensa.
Comenzó a transpirar. Súbitamente la temperatura de su cuerpo se incrementó. Como pudo, empezó a apretar sus muslos con fuerza, en un inútil e infantil esfuerzo por reprimir lo que ya era una insoportable picazón.
A su al rededor, todos quietos, mecánicamente dormidos. Su único brazo disponible, aferrado al maletín, y aprisionado contra otro pasajero. El otro, latiendo dentro del inviolable yeso, prisionero, asfixiado, como él mismo; como si aquella carcasa estuviera expandiéndose, cubriéndolo por completo.
Miraba los zapatos de la rubia. La imaginaba caminando elegantemente sobre algún pasillo iluminado, lustroso, como un inesperado escenario de esa sensual danza...
Pero la picazón continuaba creciendo. De nada valían los rítmicos y complejos movimientos que intentaba realizar con sus torpes glúteos. Ya la sensación era la de una minúscula brasa incrustada en la indefensa puerta de su ano, quemando desde allí toda su inútil existencia.
Sintió fiebre. Comenzaron a invadirlo pequeños estremecimientos, súbitos temblores en la espalda. Su rostro, empapado en sudor, se le desencajaba en cada nuevo ataque, en cada nueva punción, en cada nuevo espasmo de fuego en su culo, que lo recorría desde allí, y hasta su nuca.
Ya ni siquiera podía continuar contemplando a la rubia. Su princesa de cabellos dorados y zapatos elegantes, su incierta cenicienta de ojos de esmeralda, se perdía en las ráfagas de humo que le subían por dentro, desde sus boxers calcinados por el ardor, hasta sus pupilas agobiadas.
En un breve instante de claridad, cuando se dispersaron los tóxicos gases, alcanzó a percibir la perturbada mirada de su doncella que lo observaba atónita, con inesperado temor. Le pareció irónico que ella, que parecía ser la única visión, el único ancla que lo aferraba a la tierra y lo rescataba de la boca voraz del infierno de urticaria y dolor que intentaba devorarlo por completo, le mostrara terror en su rostro delicado.
Y, en lo que sintió como último ataque, como último zarpazo del monstruo de fuego que lo consumía, mientras su cuerpo se sacudía con ardiente frenesí, alcanzó a girar su cintura unos cuarenta y cinco grados, hasta quedar con su inservible perfil hacia su impávida Dulcinea. Torció su cuello. Enfocó su rostro pálido, engrasado por la lucha; las mandíbulas flojas, los labios babeantes y morados, los párpados enrojecidos. Dirigió lo poco que le quedaba de visión hacia ella, hacia sus finas manos, sus dedos de porcelana, sus uñas carmesí, como frescos pétalos de rosa; y, mientras temblaba incontrolablemente, con su voz quebrada, como un áspero rugido, hondo, deformado por la desesperación, y contenido por el mismo esfuerzo, y el cansancio, le dijo:
- Me rascás?