miércoles, 24 de septiembre de 2008

Octavio en el Subte

Octavio se subió al subte como pudo. Empujó, hasta quedar justo frente a la puerta; y luego, la misma corriente de ese río de gente semidormida lo depositó adentro. Así quedó, apretujado, incómodo, como todas las mañanas. Su brazo fracturado, enyesado desde la muñeca hasta casi el hombro, le hacía las cosas aún más difíciles. El maletín, colgando en la única mano hábil.
Así estaba, encajado entre un señor de sobretodo, y una señora robusta y bastante abrigada. Detrás, dos muchachos callados, tiesos por la hora y el invierno. La marea los movía dentro del vagón; y así, el cardumen de sardinas enlatadas se iba desplazando por el vagón/lata, dócil y mudo. El último oleaje/empujón lo dejó incrustado contra el poste, de frente a una chica joven, como él, de unos veinticinco años.
Era rubia. Sus ojos verdes dejaban percibir su belleza a pesar del cansancio evidente en su mirada. El cabello ondulado, estratégicamente desprolijo, caía suavemente sobre sus hombros. Era naturalmente elegante, aunque informal. Trabajaría en alguna oficina - Supuso.
Octavio no podía dejar de mirarla; además, por ser el único lugar hacia donde su rostro podía orientarse.
No quería incomodarla, por eso, intentaba disimular que la observaba. Por momentos se concentraba en sus zapatos, en los pliegues de su abrigo, en un pequeño broche en la solapa, en sus labios carnosos...Pero nada lo impresionó más que sus manos. Parecían las delicadas alas de un ave que había posado su vuelo sobre sus rodillas. La piel blanca, sin imperfecciones; las uñas largas, prolijamente pulidas y pintadas; los dedos delgados, inmóviles, como una fina pieza de porcelana.
Fluctuaba en la belleza de su ignota compañera de viaje, cuando comenzó a sentir una incipiente picazón que le recorría agudamente su glúteo, desde el vértice del recto, como una filosa lombriz pujando por salir.
Intentó relajarse, a sabiendas de su absoluta imposibilidad de movimiento; pero aquella incómoda sensación era cada vez más intensa.
Comenzó a transpirar. Súbitamente la temperatura de su cuerpo se incrementó. Como pudo, empezó a apretar sus muslos con fuerza, en un inútil e infantil esfuerzo por reprimir lo que ya era una insoportable picazón.
A su al rededor, todos quietos, mecánicamente dormidos. Su único brazo disponible, aferrado al maletín, y aprisionado contra otro pasajero. El otro, latiendo dentro del inviolable yeso, prisionero, asfixiado, como él mismo; como si aquella carcasa estuviera expandiéndose, cubriéndolo por completo.
Miraba los zapatos de la rubia. La imaginaba caminando elegantemente sobre algún pasillo iluminado, lustroso, como un inesperado escenario de esa sensual danza...
Pero la picazón continuaba creciendo. De nada valían los rítmicos y complejos movimientos que intentaba realizar con sus torpes glúteos. Ya la sensación era la de una minúscula brasa incrustada en la indefensa puerta de su ano, quemando desde allí toda su inútil existencia.
Sintió fiebre. Comenzaron a invadirlo pequeños estremecimientos, súbitos temblores en la espalda. Su rostro, empapado en sudor, se le desencajaba en cada nuevo ataque, en cada nueva punción, en cada nuevo espasmo de fuego en su culo, que lo recorría desde allí, y hasta su nuca.
Ya ni siquiera podía continuar contemplando a la rubia. Su princesa de cabellos dorados y zapatos elegantes, su incierta cenicienta de ojos de esmeralda, se perdía en las ráfagas de humo que le subían por dentro, desde sus boxers calcinados por el ardor, hasta sus pupilas agobiadas.
En un breve instante de claridad, cuando se dispersaron los tóxicos gases, alcanzó a percibir la perturbada mirada de su doncella que lo observaba atónita, con inesperado temor. Le pareció irónico que ella, que parecía ser la única visión, el único ancla que lo aferraba a la tierra y lo rescataba de la boca voraz del infierno de urticaria y dolor que intentaba devorarlo por completo, le mostrara terror en su rostro delicado.
Y, en lo que sintió como último ataque, como último zarpazo del monstruo de fuego que lo consumía, mientras su cuerpo se sacudía con ardiente frenesí, alcanzó a girar su cintura unos cuarenta y cinco grados, hasta quedar con su inservible perfil hacia su impávida Dulcinea. Torció su cuello. Enfocó su rostro pálido, engrasado por la lucha; las mandíbulas flojas, los labios babeantes y morados, los párpados enrojecidos. Dirigió lo poco que le quedaba de visión hacia ella, hacia sus finas manos, sus dedos de porcelana, sus uñas carmesí, como frescos pétalos de rosa; y, mientras temblaba incontrolablemente, con su voz quebrada, como un áspero rugido, hondo, deformado por la desesperación, y contenido por el mismo esfuerzo, y el cansancio, le dijo:
- Me rascás?

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