lunes, 27 de julio de 2009

Sed





No es lo mismo. No puede serlo. Destruir no es lo mismo que desconstruir. La destrucción sólo nos deja consecuencias inesperadas, y la misma sensación de incomprensión. Podemos destruir aquello que nos molesta, o que ya no queremos. Pero todas las preguntas que nos hacemos sobre esto seguirán inalteradas, tal vez, como una extraña especie de sobrevivencia. Pensado así, la destrucción es esencialmente, imposible. Sobre todo cuando se trata de sentimientos. No podemos borrar aquello que nos marca el rumbo de nuestro corazón. Destruir el amor, es imposible.
Qué podía hacer Octavio, entonces? En su oscuro diálogo interior, estas ideas se entrecruzaban resbalosamente, como eléctricas lombrices.
Debía desconstruir su amor por Sofía. Quitar sistemáticamente cada indicio, cada partícula de ella en él. Como un meticuloso desmembramiento. Una estratégica mutilación de todos los hilos que los unían.
Comenzó a intentar clasificar cada elemento en ella. Cada pequeña cosa que lo atraía.
A cada detalle, le surgía una sensación diferente como respuesta, como algo natural, orgánico.
Pensaba en sus cabellos. Y en sus manos ardía el deseo de la textura entre sus dedos.
Pensaba en sus labios. Y su boca se apoderaba de un sabor dulce. El suave llamado de un beso perdido en la promesa.
Pensaba en su piel. Y tánta blancura le quemaba los ojos.
A medida que intentaba elaborar su matemático balance, las teorías se le derrumbaban como barajas, en un juego donde la suerte parecía estar echada. Al fin y al cabo, Octavio se había convertido en lobo. Y ya, para él, todas las tácticas, las estructuras diagramadas desde rígidas planillas e informes, se sacudían como la hierba salvaje de la estepa.
Ella sólo podía provocarle sed. Una profunda y encarnada sed.

martes, 7 de julio de 2009

Lobo




Octavio salió de su casa en silencio. Con todos sus sentidos alerta. Como un nacimiento, casi. Pendiente de cada sonido, de cada olor, de cada tacto de sus dedos, de cada sabor en su nueva boca, de cada imagen renacida ante él. La calle, como una múltiple revelación. Atravesaba las esquinas, como si fueran débiles fronteras para su camino, márgenes de una realidad negada por tiempo indeterminado para él. El bullicio de la cuidad, una extraña música, la voz de la liberación para su alma de lobo solitario y encerrado. Se aventuraba a cada detalle, aunque ínfimo, con la sed de quién vuelve a la vida luego de haber permanecido dormido, o prisionero, o muerto.
En sus ojos salvajes desfilaban los rostros de la ciudad, lugares, edificios y automóviles, elementos vivos de esa nueva geografía en su cuerpo de animal liberado. En este advenimiento de lobo hambriento y reanimado, este nuevo bosque de cemento y hojalata se mostraba ante él, como un orgulloso descubrimiento. Y Octavio iba haciendo suyo cada rincón, cada pared, cada indiferente transeúnte, apenas con sus ojos amarillentos y fríos, profundos, como la luz de la luna.
Atravesó la avenida 9 de Julio casi agazapado. Tánta expansión lo hacía sentir inseguro, expuesto. Prefería la apretada oscuridad de las calles céntricas. Por eso tomó por Viamonte, en dirección al bajo. Las veredas angostas le provocaban cierta seguridad, el anonimato de los cuerpos amontonados, desconocidos, en ese ir y venir sin nombres y sin destinos ciertos.
Deambuló por esas calles, sin saber exactamente hacia dónde, ni para qué. Sus piernas parecían conocer ese camino, en ese laberinto de pasos y esquinas. Puertas, números, veredas, calles, gente, mucha gente, muchos autos, muchos ruidos. El bosque se apretaba ante sus ojos de lobo, como una noche cerrada, a pesar de ser temprano en la mañana. Sintió ganas de ahullar, pero sintió que nadie lo escucharía. O lo que es peor; nadie entendería el desgarrador sonido de su lamento. No parecían ser como él. No había hambre en sus ojos, no había sed, no había el terror y la adrenalina del descubrimiento en esas miradas. Frío, sí. Pero el frío del hastío, o quizás, de la costumbre. Definitivamente no eran iguales a sus ojos de lobo. No eran iguales a él.
Cuando se dio cuenta, sus piernas lo estaban llevando al interior de un edificio. Casi sin saberlo, saludó al portero, subió las escaleras, atravesó un pasillo, devolvió gestos y sonidos que aparentaban cordiales y automáticos saludos. Sorteó complejos vericuetos entre cubículos de plástico y alfombras, piezas de un extraño laberinto que su cuerpo recorría con la habilidad de un ratón que conoce su rumbo.
De repente, una silla, un escritorio, una pila de carpetas, y él mismo sentado, ahora, frente al monitor de la computadora. De aquella breve sensación de libertad que lo impulsaba a andar por esas calles nuevas, la incómoda sensación de sentirse minúscula pieza, la hoja, tal vez, caída de algún misterioso árbol, y arrastrada por la corriente insalvable del río. Y depositado allí, desnudo de certezas, hambriento aún de respuestas. Un confuso lobo, domesticado, o agotado, por la incontenible fuerza de los años, de los días, de los minutos.
Sintió algo parecido a tristeza. Un delicado dolor en la boca. El sabor de la decepción, quizás.