miércoles, 29 de octubre de 2008

Despertar

Salía del mar despacio, dejándose llevar, dócilmente, por el vaivén de las olas. La espuma se disolvía contra su cuerpo en delicados estallidos, como caricias. Sus piernas avanzaban suavemente, enredándose en el agua, abriéndose camino sin urgencias, disfrutando ese contacto, como al abrazo de un viejo conocido. De a poco salía de las últimas ondas. La arena mojada se espesaba en sus pies a cada paso.


El mar, interminable, a sus espaladas, lo despedía con su rugido constante y amigo, mientras el sol le calentaba los hombros...


Así era su sueño. Detalladamente lento, vacío de principio y de final. Tan sólo esa escena breve y pausada; tan profundamente cargada de sensaciones simples pero fuertes. Sus pies en el agua, avanzando, con cómoda dificultad. Sus manos abiertas, hundiéndose en la espuma. Su cuerpo desnudo, saliendo de las olas sin miedo y sin apuros. El sol en su piel, la brisa en su rostro, como una eterna caricia. Sus pies dibujándose en una orilla virgen, sin rumbos, ni huellas. Blanda y fresca, como una piel hermosa y nunca tocada, desconocida, imaginada.


Ese era su sueño, placentero y recurrente. O era un recuerdo. Ya no lo sabía. Ya no le importaba. Ese instante en su memoria o en su inconsciente era una bocanada de aire puro en su cuerpo asfixiado por la soledad. Era, tal vez, su más preciosa metáfora de la felicidad. Su desnudez total ante la vida. Su despertar más íntimo y puro, irónicamente, como casi todo en su vida, mientras estaba durmiendo.


Octavio salía del mar lentamente, disfrutando cada sensación, cada detalle, cada ínfimo segundo; siempre un instante antes de abrir sus ojos con la pesadez de todas las mañanas. Paradójicamente, su cuerpo, se arrojaba de la cama con desdén, con la torpeza de un lobo marino estancado en una playa desierta. Intentaba mover sus brazos, asirse a las sábanas rugosas y húmedas, y sólo sentía un par de aletas inútiles y ásperas. Sus piernas, apenas una cola bípeda, como dos pescados muertos, adheridos por el salitre y el sol de la mañana. Su bostezo sin voz, un rugido hondo y desgarrado, como un profundo eructo con hedor a moluscos triturados y digeridos.
Apenas podía incorporarse. Su cuerpo ya no era su cuerpo. Tan sólo un cilindro de grasa y cicatrices que tendía a desvanecerse nuevamente en el lecho, como un triste péndulo. Sus ojos redondos, pegoteados de sal, lacrimosos y vacíos, luchaban en vano por abrirse a la mañana, como pesadas cortinas.
Ya el rugido del mar a sus espaldas, apenas una amarga y gruesa flatulencia, producto de la oscura y olvidable cena.
Con descomunal esfuerzo se incorporó, al final, para caer estrepitosamente al suelo, como una gigante e inerte bolsa de papas.
Así, tendido, comenzó a arrastrarse usando sus aletas, hacia el baño. Como pudo, abrió la ducha, y se trepó al borde de la bañera, para dejarse caer, otra vez, en su interior. El agua caliente chocaba contra su lomo duro. Su piel era tan gruesa que apenas podía sentir las gotas golpeando sobre él, imperceptibles, inocentes, pequeñas.
Cerró sus ojos de cetáceo un instante. Un instante que pudieron ser minutos, horas, días. El tiempo se esfumaba con el mismo vapor que emanaba del agua y de su cuero calloso y adormecido.
Así permaneció, hasta que sus párpados hinchados decidieron abrirse. Y sus dedos torpes cerraron los grifos. Y sus piernas nuevas calzaron sus zapatos. Y su cuerpo inhábil se puso su traje. Y su boca seca bebió su café. Y sus pasos, urgentes y rígidos, lo sacaban de allí, para lanzarlo, todavía dormido, o todavía soñando, a la mañana gris.

Viernes

Octavio salió un poco más tarde. Demasiado para ser viernes. Papeleo atrasado que había que dejar listo antes del lunes. Esa hora de más le había consumido cualquier dejo de buen ánimo. Cerró la puerta del antiguo ascensor con cierta rabia. El golpe retumbó en los pasillos del viejo edificio como un grito breve y seco, casi un alarido. Mientras caminaba por el hall iba colocándose y acomodándose el saco. A medida que se acercaba a la puerta sentía cómo el aire de la calle se le colaba en la nariz y en los huesos. Ya podía percibir el olor del bar de la esquina, esa particular mezcla de medialuna de manteca con café y con orine concentrado de baño de estación.

El chico del acordeón tocaba la misma melodía de siempre, sin pausa, sincronizadamene, como una máquina infernal que le perforaba los sentidos. Le molestaba tánto ese sonido, que hubiera borrado el desvencijado instrumento de una sola patada, haciéndolo volar, junto con el chico, el sombrerito con monedas, y hasta algún distraído transeúnte.

De pronto, una percepción, como un presentimiento, como la extraña presencia de un fantasma (si es que existen los fantasmas para él, tan escéptico). Octavio no quería mirar. Sabía que era ella, saliendo del lúgubre bar, acompañada de su esposo. No quería ver, pero vió. Y apenas un instante, una breve imagen, como una cruda instantánea que le quemó los ojos. Un rayo de sol encegueciéndolo por completo.

Apenas la mano de él, pasando por la cintura de ella, en un gesto simple, cotidiano, casi imperceptible...Pero no para él. Y era esa simpleza de lo doméstico, de lo acostumbrado, lo que lo perturbó aún más. Ese único movimiento, ese único tacto, un segundo y medio, apenas, de los dedos recorriendo aquella cintura. La cintura de Sofía, su Sofía, que nunca fuera suya. Esa cintura que él amaba, y que sólo pudo robar por un momento, en un único encuentro, trunco y doloroso.

Esos dedos torpes, pequeños, sucios, insensibles, filosos; deslizándose impunemente en aquella cintura. Y los sintió sobre su propia piel, como un manojo de hojas de afeitar, cortándole la cara, desfigurándolo por completo, para siempre.

Y ella, atravesando la puerta, agachándose levemente, para ingresar al taxi. Su cabello oscuro, recogido, con cierta elegancia distante, cierta verguenza, tal vez. Mientras aquél animal le abría la puerta, y, con la otra garra, acariciaba su delicada cintura. Aquella cintura, aquella única cintura, mágica, tersa, que alguna vez pudo acariciar, recorrer con hambre, con sed, con amor, con deseo, aunque sea un breve instante. Aquella cintura, donde quisiera refugiarse ahora, como todas las tardes.

Octavio no pudo seguir avanzando. Se quedó de pie, en la oscura entrada del edificio de la calle Maipú. Estacado, paralizado de dolor, absolutamente inútil; mientras el diabólico niño/robot seguía ejecutando su música, esa marcha sin sentido, sin principio ni final, con mecánica furia. Repitiéndose una y otra vez, mientras aquella escena no paraba de proyectarse en su cabeza. Su rostro elegante, lejano, imperceptiblemente triste, ingresando en el auto, mientras era otra mano la que la tocaba, acompañando su entrada como una sombra que la envolvía y la empujaba a su mudo encierro. Y ella, resignadamente cómoda, irreversiblemente presa. Y él, que empezaba a amarla con locura, nada podía hacer. Otra mano rozaba su cintura, y la alejaba de él, más lejos que nunca. Una y otra vez, saliendo del bar, entrando en el taxi. Los dedos acariciando la cintura donde él quisiera perderse para siempre, enroscarse como un interminable lazo de amor y pasión. Ya entonces, el aire fresco de la tarde no podía arrancarlo de su ahogo. Y la tortuosa melodía ametrallándole el cerebro, la soledad, la tarde, todo.

De pronto, Octavio metió sus manos en los bolsillos. Buscó , sin prisa, hurgando entre los papeles y restos de cosas, y sacó algo. Sólo lo miró, tal vez para confirmar que fuera lo que estaba buscando. Miró al niño, con ojos de acero. El niño, asustado, paró de tocar, y comenzó a obesrvarlo con cierto temor, pero sin pánico.

Octavio se inclinó levemente, y puso en la mano del chico, que la abrió, también, mecánicamente, tal vez entrenada para la limosna, un billete de cincuenta pesos. Y, mientras se aprestaba a salir caminando de allí, con urgencia, dejando atrás a Sofía, al taxi, a la tarde, a todo, le dijo:

- Tomá. Esto es para vos. Pero aprendéte otra.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Octavio de Shopping



Salió de la oficina cerca de las 13.30 hs. Ese día decidió que no iba a almorzar. Una extraña sensación le impedía ingerir absolutamente nada. Un nudo en el estómago le cerraba el apetito. Pensó en aprovechar ese momento para comprarse algo. Estaba harto de verse el espejo, siempre con la misma ropa, con los mismos gestos. Necesitaba un cambio de imagen; tal vez para despegarse un poco de sí mismo. O de Sofía. Aquel único beso, dulce como el jugo de un fruto prohibido, se había transformado en una amargura profunda e indisoluble en su boca. La insoportable amargura de un sueño quebrado. Esa terrible y contradictoria sensación que da la victoria, la de haber ganado y perdido al mismo tiempo.
Octavio no podía dejar de verla en todos lados, como una hermosa pesadilla. La veía en la oficina, claro, por más que quisiera evitarla. La veía en cada rostro de mujer que se le cruzaba en la calle. Pero además, y sobre todo, cada vez que se miraba al espejo. Tal vez por eso, aquella tarde, se fue de compras.
Entró al Shopping, todavía disperso por sus propios pensamientos. Casi sin darse cuenta, estaba dentro de un local, aún mirando sin ver. Se le acercó un vendedor, con actitud correcta y algo distante.
- Buenas tardes.
- Hola. Estoy mirando.
- Está bien. – Respondió, sonriendo, el vendedor.- Si buscás algo para vos, allí tenés el sector de hombres.
- Bueno. Miro, y cualquier cosa te aviso.
- Sí, claro. – Y se quedó prudentemente a un costado, con simulada indiferencia.
Octavio caminó por el local, con una mano en el bolsillo del pantalón, y la otra, toqueteando desinteresadamente las camisas prolijamente colgadas.
En un extremo del salón, dos vendedoras dialogaban en voz alta, como discutiendo sobre algo, pero sin violencia. Una era rubia, de pelo lacio. La otra morocha, de grandes rulos. Ambas estaban de espaldas a él, lo que le despertó cierta infantil curiosidad por ver sus rostros. Parecían estar acomodando un mueble, un exhibidor. Discutían y gesticulaban enérgicamente, pero no parecían estar enojadas. Sacudían sus manos con alegre frenesí, como un alboroto de palomas histéricas, mientras buscaban algo en una especie de catálogo.
- Ves? – Decía la rubia- Ese color no va con esa línea.
- Te digo que sí. Mirá. Acá está colgado. No seas caprichosa, Agustina!- Replicaba la morocha, señalando algo en el libro.
- No, Vane. Es otro color.- Y la rubia, señalaba otra imagen impresa en el disputado manual.
- - Pero Agus, decime….Si lo armamos así…..Vos te lo pondrías? Vos te pondrías esto??
El olvidado vendedor interrumpió su pasiva contemplación.
- Viste algo que te gustó?
- Todavía no.- Respondió, casi mecánicamente. – Pero mostrame alguna camisa. Quiero ver qué tenés. Soy talle cuarenta y dos.
- Dale. Ya te traigo los modelos.
Las dos chicas continuaban su acalorada deliberación, mientras quitaban pilas de camisas y sweaters, y volvían a colocarlas en el mismo lugar. O las corrían, o, repentinamente vaciaban todo el mueble, dejando sobre una mesa una montaña multicolor de ropa, un edificio de piezas a punto de derrumbarse. Curiosamente, aquella imagen le pareció familiar. Tal vez él mismo era una pila de cosas desparejas caprichosamente amontonadas, aguardando un golpe de viento, o apenas una brisa, que lo desparrame por completo.
Octavio las admiraba asombrado, y cada vez más curioso por poder ver sus rostros. Otras dos vendedoras, en cambio, repartían sus miradas entre la pila indescifrable de ropa y la graciosa discusión entre Agus y Vane (él ya sentía conocerlas de algún modo) con marcado fastidio.
- Aquí te traje las camisas. – Interrumpió otra vez su vendedor.
Octavio apenas podía mirar las camisas que desplegaban frente a él. Le parecían todas iguales. De todas formas eligió una para probarse, simplemente porque al ir al cambiador, podría pasar al lado de las dos chicas y lograría descubrir el misterio de sus rostros.
Así fue que tomó una de las camisas, y, cuando se dirigía al vestidor, ambas chicas giraron, y se perdieron en una pequeña puerta, en lo que parecía ser un depósito. Otra vez la frustración de no poder verlas.
Se cambió rápido. Ni siquiera se miró al espejo. Sólo se quedó esperando, con la expectativa de volver a escuchar las voces de Agus y Vane.
Apenas las oyó, salió disparado del probador, con la euforia de un niño en la mejor juguetería. El corazón le palpitaba como una locomotora. Ni siquiera miró al pobre vendedor, que lo aguardaba junto a la cortina.
- Cómo te fue la camisa? – Preguntó, absolutamente en vano.
Octavio caminó lenta pero nerviosamente, con la tensión de un explorador a punto de encontrar un ansiado tesoro, siguiendo los pasos de las dos chicas.
Y, de repente, sucedió. La morocha, la de los rulos interminables, giró lentamente su rostro hacia él, en un etéreo y delicado paso de ballet. Y pudo ver sus ojos negros y profundos, dibujándose ante él, como un inesperado sueño, o un inolvidable recuerdo que lo partía en dos con dulce impunidad. Su boca delicada, sonriendo inocentemente, con la frescura del rocío.
Octavio sintió que toda la noche de sus cabellos le caía encima como una inmensa ola de oscuridad que lo aplastaría como a un insignificante insecto. No podía ser…El fantasma de Sofía volvía a aparecer frente a él, con toda la belleza, con toda la furia de un amor imposible.
- Te están ayudando? – Preguntó, con una voz suave y nueva.
- Sofía?
- Perdón? – Preguntó Vane, sin entender.
- Disculpame. No esperaba encontrarte acá también. – Respondió, con la voz resquebrajada.
La vendedora lo miró perpleja, con un imborrable gesto de absoluta incomprensión. Mientras él, retrocediendo, tembloroso y desesperado, aterrado de amor, huía del local, como quien intenta huir de lo inevitable, de un insalvable destino que terminará atrapándolo una y otra vez…
Octavio desapareció tan rápido como pudo.
El vendedor ser acercó a sus compañeras, aún desorientadas por aquel extraño cliente, y dijo:
- Otro mansi más… Hoy no le vendo nada a nadie.

lunes, 13 de octubre de 2008

Octavio en el teléfono

Octavio se levantó tarde, como casi todos los sábados. Se había quedado hasta la madrugada mirando televisión. Vio el final de una comedia con Meryl Streep; después, el comienzo de una drama que no quiso seguir mirando; por vigésima vez, el final de Gladiador; hasta quedarse dormido en el sillón de la pequeña sala, vislumbrando a medias los incomprensibles enredos de alguna película adolescente que no terminó de ver. Ni siquiera recordaba el instante en que se levantó de allí para dirigirse a la cama.
Descorrió la persiana que daba al balconcito francés. El sol lo encegueció por un momento. El día estaba pleno de luz sobre su departamento de Boedo. En el corazón de la manzana, hacia donde miraba su ventana, retumbaba plácidamente el canto de los gorriones de los árboles de la calle. El cielo tan azul le inyectó cierta dosis de optimismo en su cuerpo fatigado.
Decidió que era tarde para desayunar, así que preparó un poco de pan tostado, unos restos de fiambre que encontró en su despojada heladera, un poco de queso; y, con un buen vaso de Fernet con Coca, se sentó en la vieja reposera, frente al sol de la naciente tarde, dispuesto solamente a disfrutar…
Todo parecía perfecto. Ni siquiera le molestaba el irreversible desorden de su cuarto. (Hacía varios días que no cambiaba las sábanas, y ni siquiera las tendía sobre la cama)
Puso un disco de Ben Webster, y, a medida que el vaso se vaciaba en él, el desgarrado saxo de Time after Time lo envolvía en sutiles y extrañas sensaciones; una profunda melancolía, y, a la vez, una cierta euforia, latiendo en su cómodo descanso.
De repente, el teléfono, quebrándolo todo de un solo estallido. Él no iba a atender. No esperaba ningún llamado. Pero aprovechó que necesitaba recargar su vaso, y fue hasta la cocina. Mientras preparaba su trago atendió el histérico teléfono.
- Hola.
- Buenas tardes. Señor Gomez? Octavio Gomez?- Preguntó la voz de una correcta chica del otro lado.
- Si.- Respondió, dubitativo.- Soy yo. Quien habla?
- Mucho gusto, Señor Gomez. O puedo llamarlo Octavio?
- Si, claro. Mucho gusto. Quien habla?
- Mi nombre es Loreley Gutierrez. Lo estoy llamando del Banco Americano de Inversiones. Ud. Es cliente nuestro, a través de su tarjeta de crédito. No es así, Octavio?
- Si. Que pasó?
- Déjeme explicarle el motivo de mi llamado.
Octavio no podía concentrarse del todo en lo que aquella chica de simpático acento le decía. Sus delicadas palabras se le esfumaban de la cabeza como vagos recuerdos. Y a pesar de no poder entender, disfrutaba escuchándola. Algo en su voz le transmitía dulzura, acogedora confianza, como si fueran viejos conocidos. Y el efervescente vapor del Fernet contribuía a confundirlo aún más.
-Como le estaba diciendo, Octavio, ésta es una excelente oportunidad para adquirir la mejor tecnología a un precio razonable, con una financiación acorde.
- Perdón. Qué me decías?- Interrumpió- absolutamente desorientado.
- Le explicaba los beneficios de esta promoción…
- Qué promoción?
La vendedora permaneció en silencio un instante, algo desencajada.
- Dígame, Octavio. Usted es usuario de esta clase de tecnología?
- Perdoname, cómo dijiste que te llamabas?
- Mi nombre es Loreley Gutierrez- contestó, casi automáticamente, como intentando retomar el argumento que debía proseguir.
- Le comentaba que…
- Tenés una voz hermosa – Interrumpió otra vez, provocando un incómodo silencio. – Ya te lo habían dicho?
- Gracias, señor Octavio…Le decía…
- Qué edad tenés?
Otro breve silencio.
- Aprovechando esta promoción que le está ofreciendo el Banco….
- No estás respondiendo mis preguntas. Te estoy molestando?
- No señor Octavio. Simplemente intento explicarle los motivos de mi llamado.
Octavio sintió de repente un indómito impulso. Un estallido de confusa pasión en su pecho. Un desgarrador sentimiento de despecho. Un extraño Deja Vu que lo lanzaba desde algún lugar de su memoria hasta esta sensación de doloroso quebranto. Tragó lo que quedaba en su vaso con furia. Ahogado de amargura y alcohol se aferró al teléfono, como si fuera la escurridiza mano de la mujer que alguna vez amó con locura y desenfreno. Ya nada más le importaba. Ni siquiera el vaso estallando contra el piso. Ni siquiera el interminable eructo que acababa de escaparse de su indomable boca. Ya las palabras se le enredaban entre el dolor y el Fernet, como una insalvable trampa.
- Qué te pasa, mi amor? Por qué no podemos hablar como personas adultas? Qué nos está pasando?
- Pero señor Octavio. Usted debe estar confundido.
- No me digas que estoy confundido. Yo se muy bien lo que te digo, carajo! Se muy bien lo que siento.
- Pero Señor. Yo lo estoy llamando desde Venezuela. Esto es un Call Center. Usted no me conoce. – La voz de la perpleja interlocutora perdía ya la neutra compostura con la que se había dirigido hacia él durante toda la conversación.
- Pará de mentirme! – le gritó.- Nunca me escuchás!
- Escúcheme una cosa. Váyase a la puta madre que lo parió!
Del otro lado del teléfono sólo un fragmentado tono, absolutamente impersonal, que lo dejaba en la más absoluta desolación.
Octavio se sentó en el piso, extenuado por la tristeza y aquella nueva discusión.
“Sabía que era ella” , pensó. Y volvió a sentarse en su vieja reposera.
-