miércoles, 29 de octubre de 2008

Viernes

Octavio salió un poco más tarde. Demasiado para ser viernes. Papeleo atrasado que había que dejar listo antes del lunes. Esa hora de más le había consumido cualquier dejo de buen ánimo. Cerró la puerta del antiguo ascensor con cierta rabia. El golpe retumbó en los pasillos del viejo edificio como un grito breve y seco, casi un alarido. Mientras caminaba por el hall iba colocándose y acomodándose el saco. A medida que se acercaba a la puerta sentía cómo el aire de la calle se le colaba en la nariz y en los huesos. Ya podía percibir el olor del bar de la esquina, esa particular mezcla de medialuna de manteca con café y con orine concentrado de baño de estación.

El chico del acordeón tocaba la misma melodía de siempre, sin pausa, sincronizadamene, como una máquina infernal que le perforaba los sentidos. Le molestaba tánto ese sonido, que hubiera borrado el desvencijado instrumento de una sola patada, haciéndolo volar, junto con el chico, el sombrerito con monedas, y hasta algún distraído transeúnte.

De pronto, una percepción, como un presentimiento, como la extraña presencia de un fantasma (si es que existen los fantasmas para él, tan escéptico). Octavio no quería mirar. Sabía que era ella, saliendo del lúgubre bar, acompañada de su esposo. No quería ver, pero vió. Y apenas un instante, una breve imagen, como una cruda instantánea que le quemó los ojos. Un rayo de sol encegueciéndolo por completo.

Apenas la mano de él, pasando por la cintura de ella, en un gesto simple, cotidiano, casi imperceptible...Pero no para él. Y era esa simpleza de lo doméstico, de lo acostumbrado, lo que lo perturbó aún más. Ese único movimiento, ese único tacto, un segundo y medio, apenas, de los dedos recorriendo aquella cintura. La cintura de Sofía, su Sofía, que nunca fuera suya. Esa cintura que él amaba, y que sólo pudo robar por un momento, en un único encuentro, trunco y doloroso.

Esos dedos torpes, pequeños, sucios, insensibles, filosos; deslizándose impunemente en aquella cintura. Y los sintió sobre su propia piel, como un manojo de hojas de afeitar, cortándole la cara, desfigurándolo por completo, para siempre.

Y ella, atravesando la puerta, agachándose levemente, para ingresar al taxi. Su cabello oscuro, recogido, con cierta elegancia distante, cierta verguenza, tal vez. Mientras aquél animal le abría la puerta, y, con la otra garra, acariciaba su delicada cintura. Aquella cintura, aquella única cintura, mágica, tersa, que alguna vez pudo acariciar, recorrer con hambre, con sed, con amor, con deseo, aunque sea un breve instante. Aquella cintura, donde quisiera refugiarse ahora, como todas las tardes.

Octavio no pudo seguir avanzando. Se quedó de pie, en la oscura entrada del edificio de la calle Maipú. Estacado, paralizado de dolor, absolutamente inútil; mientras el diabólico niño/robot seguía ejecutando su música, esa marcha sin sentido, sin principio ni final, con mecánica furia. Repitiéndose una y otra vez, mientras aquella escena no paraba de proyectarse en su cabeza. Su rostro elegante, lejano, imperceptiblemente triste, ingresando en el auto, mientras era otra mano la que la tocaba, acompañando su entrada como una sombra que la envolvía y la empujaba a su mudo encierro. Y ella, resignadamente cómoda, irreversiblemente presa. Y él, que empezaba a amarla con locura, nada podía hacer. Otra mano rozaba su cintura, y la alejaba de él, más lejos que nunca. Una y otra vez, saliendo del bar, entrando en el taxi. Los dedos acariciando la cintura donde él quisiera perderse para siempre, enroscarse como un interminable lazo de amor y pasión. Ya entonces, el aire fresco de la tarde no podía arrancarlo de su ahogo. Y la tortuosa melodía ametrallándole el cerebro, la soledad, la tarde, todo.

De pronto, Octavio metió sus manos en los bolsillos. Buscó , sin prisa, hurgando entre los papeles y restos de cosas, y sacó algo. Sólo lo miró, tal vez para confirmar que fuera lo que estaba buscando. Miró al niño, con ojos de acero. El niño, asustado, paró de tocar, y comenzó a obesrvarlo con cierto temor, pero sin pánico.

Octavio se inclinó levemente, y puso en la mano del chico, que la abrió, también, mecánicamente, tal vez entrenada para la limosna, un billete de cincuenta pesos. Y, mientras se aprestaba a salir caminando de allí, con urgencia, dejando atrás a Sofía, al taxi, a la tarde, a todo, le dijo:

- Tomá. Esto es para vos. Pero aprendéte otra.

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