domingo, 7 de diciembre de 2008

La Placita

 

 

Salió a almorzar después del mediodía. Solo. Más que nunca , ese día, quería almorzar solo, en la misma placita de siempre. No tenía ganas de hablar con nadie. Todavía lo incomodaba la profunda vergüenza de la mañana. Aquella vergüenza le molestaba aún más que la irritación que le quedó como saldo, luego de bajar del Subte y rascarse el culo tan desesperadamente como lo hizo. No por haberse convertido en bizarro actor de una escena tan indignante como atractiva. (Un tipo todo sudado, saliendo del atestado vagón, al desgarrador grito de "permisoooooo", revoleando el maletín, apoyando su brazo enyesado contra los azulejos de la pared de la estación, y refregándose el ojete con furia mientras separaba sus piernas como si fuese a defecarse encima) No le importaban sus morbosos espectadores. Que se jodieran! Sí, la rubia, aquella aterrada princesa que huyó de él despavorida, y casi descompuesta. Qué habrá pensado...? Sólo recordar este incidente lo hundía en la más insoportable vergüenza.

Llegó a la placita y buscó un lugar apartado y fresco. El sol de septiembre le brindaba tánta luz ese día que escogió la generosa sombra de un viejo ombú.

Desenvolvió el paquete con su sandwich de jamón y queso y comenzó a almorzar, entregándose lentamente a la extraña tranquilidad de esa prolija placita incrustada en el medio del infernal microcentro. Mientras abandonaba los irritantes  pensamientos sobre su temprano incidente, sintió un tímido alivio; el de no haber pensado para nada en Sofía. Sólo le había preocupado lo que habría pensado de él aquella desconocida de dedos perfectos.

Casi sin darse cuenta, se acabó el almuerzo, y quedó sentado a la sombra, contemplando ese pequeño universo que se desplegaba ante él con indiferente inocencia. La creciente comodidad de su cuerpo, apaciblemente recostado en el banco, paulatinamente fue borrando la incomodidad de sus recuerdos. Así, hasta entregarse dócilmente a la luz de la tarde sobre los árboles añosos, al silencio de los otros pobladores de la plaza, a los ecos cada vez más lejanos de la ciudad inagotable.

Observó con cuidado cada detalle. Varios tipos, como él, de traje, sentados, en silencio, comiendo, mirando hacia la nada. Quién sabe qué vergüenzas estarían sufriendo secretamente también ellos? Otros, sentados en grupos de a dos, o tres, conversando despreocupadamente. Los estrechos senderos de adoquines, dibujando simétricos recorridos sobre el césped ralo y amarillento. Y en el medio, como un exótico vértice de esta suerte de polígono de pasto y árboles, un arenero, con algunos juegos infantiles. Le llamó la atención que allí, en medio de esa zona donde abundan oficinas, comercios y bancos, una pequeña plaza ostentara este mágico espacio de esparcimiento, algo despintado, pero alegremente atractivo.

"Quién puede vivir por acá? Yo nunca veo niños acá en el centro" Intentó vanamente reconstruir en su memoria alguna imagen que le diera una impresión de algo infantil, cotidiano. Un niño yendo a la escuela del brazo de su madre; o, simplemente corriendo con algunos amigos. Pero nada le venía a la mente. No recordaba ninguna escena así en esas veredas raquíticas y grises. Sólo entreverarse con miles de rostros anónimos, como él.

De repente llegaron dos o tres chicos, como de entre cinco y siete años, correteando entre la gente, que ni siquiera los veían. Cada uno hundido en sus vidas, en sus pensamientos, en sus propias historias.

Los niños se avalanzaron a los juegos como alegres cachorros, ahullando de placer y libertad, mientras la madre llegaba, retrasada, para observarles que tuvieran cuidado, que despacio, que ojo con las hamacas....

Los dos más pequeños se ubicaron en el sube y baja. La nena, aparentaba ser la mayor entre ambos. Su cabello castaño y prolijamente recogido, sus ojos negros y brillantes, como dos perlas. El nene, en cambio, con el cabello muy rubio y los ojos claros. Ambos derrochaban sonrisas y un generoso e indescifrable griterío que impunemente se iba adueñando del lugar, o, al menos, del breve descanso de Octavio.

Él los observó con atención. Como si fuera invisible para ellos. De hecho, todo parecía invisible para esos niños, todo menos los juegos. Ni siquiera veían a la madre que los vigilaba de cerca, sentada en un borde.

Se detuvo en sus gestos. En las expresiones de sus rostros a medida que se impulsaban desde el suelo con sus piernas incansables, o cuando bajaban velozmente hacia la arena blanda y caliente, para volver a empujar. Todo, mientras gritaban y reían con placer infinito. Cuando subían, lo hacían con emoción y vértigo, con una alegría desenfrenada. Y cuando caían, lo hacían casi con rabia, deseando llegar hasta abajo para emplear todas sus fuerzas, para volver a subir, para volver a emprender su fugaz vuelo.

Octavio quedó increíblemente maravillado por este mágico vaivén, por este juego tan simple y humano. De pronto, aquello que veía con un interés meramente curioso y vacío, se convertía en su mente en una imagen nítida, en una metáfora abrumadora de lo que era la vida para él. Un sube y baja. Impulsado por él mismo. A veces, con toda la euforia de haber llegado a las alturas, para luego sentir la inevitable decepción de saber que siempre hay que bajar, llegar lo más bajo posible, para poder volver a impulsarse....Así, una y otra vez, irremediablemente. La compleja maquinaria de su vida se le aparecía frente a sí como un mecánico y básico juego de niños. Tal vez lo más importante fuera seguir siendo eso, un niño, para poder continuar jugando.

Ya su tiempo de almuerzo había terminado. La pequeña placita había quedado atrás, en ese extraño sitio a dónde siempre llegaba sin saber dónde era. Y volvía a su oficina con la cabeza llena de ideas y preguntas. Pero con la particular sensación de estar pisando la arena con firmeza, para luego despegar con todas sus fuerzas hacia arriba, hacia el cielo, hacia otro lugar.