martes, 7 de julio de 2009

Lobo




Octavio salió de su casa en silencio. Con todos sus sentidos alerta. Como un nacimiento, casi. Pendiente de cada sonido, de cada olor, de cada tacto de sus dedos, de cada sabor en su nueva boca, de cada imagen renacida ante él. La calle, como una múltiple revelación. Atravesaba las esquinas, como si fueran débiles fronteras para su camino, márgenes de una realidad negada por tiempo indeterminado para él. El bullicio de la cuidad, una extraña música, la voz de la liberación para su alma de lobo solitario y encerrado. Se aventuraba a cada detalle, aunque ínfimo, con la sed de quién vuelve a la vida luego de haber permanecido dormido, o prisionero, o muerto.
En sus ojos salvajes desfilaban los rostros de la ciudad, lugares, edificios y automóviles, elementos vivos de esa nueva geografía en su cuerpo de animal liberado. En este advenimiento de lobo hambriento y reanimado, este nuevo bosque de cemento y hojalata se mostraba ante él, como un orgulloso descubrimiento. Y Octavio iba haciendo suyo cada rincón, cada pared, cada indiferente transeúnte, apenas con sus ojos amarillentos y fríos, profundos, como la luz de la luna.
Atravesó la avenida 9 de Julio casi agazapado. Tánta expansión lo hacía sentir inseguro, expuesto. Prefería la apretada oscuridad de las calles céntricas. Por eso tomó por Viamonte, en dirección al bajo. Las veredas angostas le provocaban cierta seguridad, el anonimato de los cuerpos amontonados, desconocidos, en ese ir y venir sin nombres y sin destinos ciertos.
Deambuló por esas calles, sin saber exactamente hacia dónde, ni para qué. Sus piernas parecían conocer ese camino, en ese laberinto de pasos y esquinas. Puertas, números, veredas, calles, gente, mucha gente, muchos autos, muchos ruidos. El bosque se apretaba ante sus ojos de lobo, como una noche cerrada, a pesar de ser temprano en la mañana. Sintió ganas de ahullar, pero sintió que nadie lo escucharía. O lo que es peor; nadie entendería el desgarrador sonido de su lamento. No parecían ser como él. No había hambre en sus ojos, no había sed, no había el terror y la adrenalina del descubrimiento en esas miradas. Frío, sí. Pero el frío del hastío, o quizás, de la costumbre. Definitivamente no eran iguales a sus ojos de lobo. No eran iguales a él.
Cuando se dio cuenta, sus piernas lo estaban llevando al interior de un edificio. Casi sin saberlo, saludó al portero, subió las escaleras, atravesó un pasillo, devolvió gestos y sonidos que aparentaban cordiales y automáticos saludos. Sorteó complejos vericuetos entre cubículos de plástico y alfombras, piezas de un extraño laberinto que su cuerpo recorría con la habilidad de un ratón que conoce su rumbo.
De repente, una silla, un escritorio, una pila de carpetas, y él mismo sentado, ahora, frente al monitor de la computadora. De aquella breve sensación de libertad que lo impulsaba a andar por esas calles nuevas, la incómoda sensación de sentirse minúscula pieza, la hoja, tal vez, caída de algún misterioso árbol, y arrastrada por la corriente insalvable del río. Y depositado allí, desnudo de certezas, hambriento aún de respuestas. Un confuso lobo, domesticado, o agotado, por la incontenible fuerza de los años, de los días, de los minutos.
Sintió algo parecido a tristeza. Un delicado dolor en la boca. El sabor de la decepción, quizás.

1 comentario:

Loqui dijo...

jaja..no lo lei..pero no se por que se llama LOBO...es que se convirtio en uno?? jajaj..deja comentarios en mi pag..jaja