jueves, 12 de marzo de 2009

La Mano






Octavio sólo supo que su brazo había cobrado vida propia una mañana de miércoles, recién dos días después de haberse quitado el yeso que soportó estoicamente durante cuarenta días.
Al principio, sintió que sus músculos intentaban moverse involuntariamente, pensando, con lógica inocencia, que se trataba sólo de algún acto reflejo, producto de tánto tiempo de forzada inmovilidad.
Su antebrazo comenzaba a elevarse, al principio, tímidamente. Y eso lo obligaba a levantar su hombro, inclinándose hacia un lado; lo cual, al caminar, producía cierta aparatosidad en su andar.
Se veía, con incipiente pudor, reflejado en las vidrieras de la calle. Su torso arqueado, en un incomprensible esfuerzo por mantener aquella extremidad junto a él, sometida y correctamente ubicada. Esta incomodidad se reflejaba en su rostro, que denotaba cierta rigidez, emulando, tal vez, un sostenido estreñimiento que lo perturbaba sin pausa, impiadosamente.
Las primeras horas, los primeros dos días, se mantuvo así, asumiendo que esta involuntaria intención de su brazo de levantarse, de elaborar un incierto movimiento, tal vez como un simple gesto, era apenas una mecánica respuesta de su cuerpo a aquella ortopédica prisión. Por otra parte, prisión que le habían derogado desgarrando el yeso con un cromado y filoso alicate. “Si todas las prisiones pudieran abrirse así, con esa simpleza, tan sólo con una precisa y básica herramienta”, pensó.
No fue hasta ese miércoles que advirtió, con atónita certeza, que aquello no era apenas un acto reflejo, el rebote de un elástico que se suelta de repente, después de la tensión. Apenas abrió los ojos, percibió que su brazo ya se había despertado antes que él. Y que, inexplicablemente, ya había quitado su libro de su pecho aún dormido. (Octavio solía abordar el sueño leyendo, dejando el libro abierto sobre su pecho, como un torpe abrigo en su corazón afligido). Y lo había cerrado, cuidando de ubicar el señalador en la página correcta. Pudo confirmarlo al verificar que el libro estaba prolijamente cerrado a su lado, y que la página era, precisamente, la ciento cuarenta y ocho, la misma que recordaba haber leído por último, la noche anterior.
Este extraño descubrimiento, lejos de asustarlo, le generó una curiosa excitación, y la inquietud de necesitar verificar este fenómeno con otras pruebas. Así fue que se dirigió al baño, dispuesto a lavarse las manos y el rostro, como todas las mañanas. Entonces, se quedó un instante prolongado frente al espejo, contemplándose, mirando con ansiedad a su brazo revivido. Esperando una señal, un gesto. Lo observaba con impaciencia, pero con aprobación, con una expresión similar a la de un padre hacia su hijo, autorizándolo, ofreciéndole la confianza para que éste tome la iniciativa, y que, al fin, se exprese sin temor, sin vergüenza.
Primero fue como un temblor, un leve cosquilleo debajo del hombro, como una imperceptible descarga que le recorrió el bíceps, hasta el antebrazo. Luego, un breve oscilar, pero abrupto, como el despegarse de los párpados, los párpados de los ojos de su propio brazo. Ridículamente, tal vez, pero así lo sintió. Aquella criatura que había nacido desde su hombro lo observaba también, con indescifrables ojos.
Se contemplaron mutuamente, reconociéndose propios, aprobándose, descubriéndose, maravillándose de aquello que les estaba ocurriendo, y, a la vez, sin intentar explicaciones que serían absolutamente inútiles.
Octavio abrió la canilla, y su nueva mano, con inesperada naturalidad, se hundió en el fresco chorro de agua, mientras él no paraba de mirarla. Ella se hizo cóncava, y juntó un poco de líquido, que cuidadosamente llevó hasta el rostro de Octavio. Lentamente comenzó a lavar su cara, recorriendo su frente, sus párpados cerrados, sus mejillas, mientras él se dejaba llevar por la plácida sensación que el acicalado de aquella mano le otorgaba.
Así comenzó esta curiosa relación entre ambos. Una relación sin palabras, sin preguntas, con el único diálogo de los gestos, del tacto; con un constante cuidado mutuo.
Octavio no podía afirmar el por qué, pero supo de alguna manera que aquella mano era mujer. Lo supo, tal vez, por la metódica dedicación hacia los detalles, y hacia él mismo. A partir de Ella, él se fue convirtiendo en otra persona, más prolija, más higiénica, más ordenada. Ella lo alistaba todas las mañanas, lo ayudaba en su trabajo, lo acompañaba siempre, sin reproches, sin demandas.
Y él, algunas noches, cuando el silencio entre ambos propiciaba la comodidad y la intimidad que ellos disfrutaban, él, simplemente, la amaba…

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