lunes, 9 de marzo de 2009

Palabras

Octavio se había convertido en poeta mucho antes de saberlo él mismo. O, al menos, mucho antes de descubrir qué era aquello que le ocurría de vez en cuando, con intermitente frecuencia.
Fue una noche de abril, húmeda y fría, corolario de otro día más, oscuro y repetido, en la oficina. Cientos de datos anónimos ingresados en la computadora, pilas de papeles y carpetas, las voces de sus compañeros escurriéndose en los pasillos, alguna charla breve y sin sentido con Marcos, alguna secreta mirada intercambiada con Sofía. El abrigo, el tenue saludo, la calle helada, el subte repleto…
Esa noche había cenado los restos de la velada anterior: algunas empanadas que comió rápidamente, casi sin conciencia, mientras escuchaba música. Sólo la trompeta de Miles parecía demostrar vida en ese departamento, recorriendo los rincones, danzando solitariamente en las sombras de ese cuarto lúgubre y vacío.
Estaba sentado en su silla, sin pensar en nada. No existía imagen alguna en su cabeza en ese instante. Como si ésta también fuera un oscuro cuarto, despojado de objetos o de seres, apenas ecos recorriendo huecos olvidados.
Así estaba, desparramado en la reposera, como un animal desahuciado, cuando en su vientre, una sensación extraña e incómoda comenzó a gestarse. Llevó su mano a la barriga en un instintivo acto. Aquella sensación se fue transformando abruptamente, convirtiéndose en un ácido dolor; un ardiente calambre que le parecía surcarle el estómago desde lo más profundo de su ser. Se incorporó, aún sentado, ya movilizado por ese sufrimiento raro que lo doblegaba. Pensó en lo que había comido. Apenas recordaba. Sacó rápidas conclusiones. “Eran de ayer. Ayer comí lo mismo y no me pasó nada. “ Pensó en el almuerzo, en la hamburguesa que devoró, también, sin darse cuenta. No podía ser eso. No se había sentido mal en todo el día.
Se paró de golpe, para dirigirse al baño. El dolor se transformaba rápida y continuamente en él. Primero, un ardor en la boca del estómago, luego un retorcijón que le estrujaba las tripas. Luego, algo parecido a convulsiones, como fuertes latidos, como hondas contracciones. Estaba ya en el baño, sentado en el inodoro. Por momentos sentía que se cagaba encima. Por otros, que todo el aparato digestivo saldría despedido por su boca, como una extraña criatura que pujaba por salir de él, ya para nacer, o para huir de ese cuerpo moribundo, ese condenado continente que lo asfixiaba y confinaba a la extinción.
De repente, un brusco movimiento en el fondo de su abdomen, como una sorda explosión. Y luego, la sensación de un volcán haciendo erupción desde algún recóndito lugar en él, algún sitio indefinido dentro de él que había estallado. Y entonces, una ola de fuego abalanzándose desde allí, y recorriéndolo, atravesándolo por dentro, arrasándolo todo, mientras su esqueleto, arqueado y atónito se revolcaba en el piso del baño, aplastado contra los mosaicos. Este mar de lava encendida avanzaba, irreductible, ya por su pecho, quemando, arrastrando, ahuecándolo, como a un tronco derribado e indefenso. Llegaba al cuello, fortalecido por el efecto embudo, presionándolo, asfixiándolo, como si todas las manos del mundo intentaran ahorcarlo, pero desde dentro. Y luego, en la garganta. Pero allí, ya no era líquido. Aquel océano de roca derretida se había endurecido, y ahora era una candente piedra, tan grande como todo lo que había devorado en él, todos sus secretos, sus miserias, sus más oscuros sentimientos, su desperdiciado amor, su irrevocable soledad. Todo aglomerado en este irrefrenable macizo que le desgarraba la garganta para saltar a su boca, y luego, salir, libre, desprendido de ese volcán que había crecido en él, en su silencio.
Se dobló aún más, y sintió que ya salía por la boca. La sensación de un vómito incontenible, el ácido sabor en las glándulas, el profundo dolor en todo el cuerpo. Y cuando se disponía a vaciarse íntegro de su propio monstruo, sobre el suelo, descubrió, inesperadamente, que aquello que estaba por regurgitar no era otra cosa que palabras. Una explosión de palabras saliendo de su boca, como de un resquebrajado parlante. Y aquellas palabras, pronunciadas con aquella extraña voz (tal vez, la voz del dolor), se desplomaron una a una, vertiginosamente, adhiriéndose al silencio, rebotando en las paredes, y en sus oídos, como inquietas criaturas lanzándose a la vida, todavía torpes, pero ávidas; fluctuando en ese aire espesado por tántas cosas no dichas.
Como pudo, se incorporó, con inevitable debilidad en todos sus músculos, y buscó un papel y un lápiz. Porque, si bien no entendía nada sobre aquello que le había ocurrido, que le estaba ocurriendo, tuvo la certeza de que algo debía hacer.
Se arrodilló en el piso del living, y comenzó su desesperado intento de transcribir al papel aquellas palabras, que golpeaban en él como enloquecidas voces. Y a buscarles un orden, una secuencia, un sentido, si es que existía todo eso en ellas.
“Mañana me compraré un cuaderno”, pensó. Y continuó escribiendo, atrapando aquellas furiosas aves que revoloteaban a su alrededor.
Así fue que Octavio comenzó a convertirse en poeta. Recolectando aquellas palabras que surgían de él con la fuerza de un estallido arrasador. Y siempre precedido de esa extraña sensación de que su cuerpo se desgarraba por completo al despojarse de ellas.

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