jueves, 5 de febrero de 2009

Espejo



Octavio despertó abruptamente, aunque sin darse cuenta del preciso momento en que sus ojos se abrieron. En realidad, apenas recordaba oscuras imágenes del día anterior, o de lo que suponía que había sido su día anterior. Realmente, en su confusa memoria sólo se entrelazaban disociadas escenas sin sentido. Las paredes de su oficina, algunos rostros difusos, los pasillos, Sofía, la calle. Todo esto revuelto, traído desordenadamente a su recuerdo como viejas fotografías que el viento arrastró a su antojo. No podía encajar en su cabeza los instantes. Un incómodo rompecabezas le perturbaba la mañana, más aún que la implacable jaqueca que lo obligaba a rehuir del sol que entraba por su ventana.
De todas esas fugaces impresiones, sólo el rostro de Sofía le causaba algo. Una extraña sensación de tristeza lo doblegaba todavía más. La ardiente nostalgia que queda después de una despedida. La compleja sensación de que algo se ha terminado, en medio de tánta cosa indefinida y confusa. Esa dolorosa certeza que nos invade al ver partir de nuestras vidas a aquellos que queremos y deseamos preservar en nosotros, vanamente.
Mientras arrastraba sus pesados pies en el piso de la cocina, bebió un sorbo de agua. Puso la pava a calentar, como todas las mañanas, para prepararse el mate. Y se fue al baño. Encendio la ducha y salió, esperando que el vapor ocupara todo el vacío, todos los espejos, como siempre.
Cuando volvió a entrar, el aire tenía tanta humedad que se hacía casi irrespirable. Se paró frente al lavatorio, y comenzó su rito habitual, esparciendo la espuma de afeitar por todo su rostro. Así comenzó con su mecánico procedimiento.
Y de repente, en un instante breve, un deseo súbito se adueñó de él. Como lo hacen los sueños en cuanto nos entregamos al profundo descanso. Un impulso inexplicable, irrefrenable, como un acto propio del destino, superior a él. Así fue que cerró la canilla. El vapor paró de brotar desde allí, y el empañado espejo comenzó a despejarse. Aquella indescifrable imagen comenzó a disolverse ante él, como un bloque de hielo, revelando aquello que siempre ocultó en las profundidades de su nube, de su frío, oscuramente preservado.
Aquel rostro estaba allí. Expectante, todavía difuso. Octavio podía sentir su ansiedad, su hambre de ver, o de ser visto. Sus hondos ojos de cazador al acecho, esperando, estáticos y punzantes. Vacíos de vida, y sin embargo, plenos de necesidad de vivir, de traspasar esa densa niebla que tan sólo lo encerraba, lo escondía, lo confinaba a una espera mezquina y desesperada.
Por fin llegó el momento. Ese instante tan temido por uno y tan deseado por otro. O viceversa. Y ambos sintieron miedo. La fuerza de lo irreversible arrasándolos por completo, despegándolos de ellos mismos, de ese universo plano que los mantiene marginados y contenidos. El viejo lobo abordando a su presa, y siendo cazado a la vez. Entes fusionándose en un mudo salto hacia ellos mismos, hacia la unión total y sin tiempo que se les manifestaba allí mismo, en ese espejo implacable, en ese precipicio sin salvación ni final. Ya sus ojos eran los mismos ojos. Ya verían las mismas cosas. Cargarían las mismas sombras. Llorarían las mismas lágrimas. Desearían los mismos sueños. Afrontarían el día con el mismo esfuerzo, con el mismo dolor, con la misma miseria, o ilusión, o resignación, o renuncia…Ya la mirada sería una sola. Las cicatrices ungidas por los mismos recuerdos. Y a pesar todo, la cruda certidumbre de que nada sería lo mismo a partir de entonces. Si la realidad es la percepción de nuestros propios sentidos, el mundo ya había dejado de ser el mismo para ellos, para él…

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