sábado, 22 de noviembre de 2008

Heroe

Caminó sin pausa, casi sin pensar; como si ese acto mismo de caminar fuera apenas un reflejo, una mecánica respuesta a algo, a cierto estímulo, o cierto golpe. Caminó, procurando borrar de su cabeza la imagen que tánto lo había marcado. Ya ni siquiera escuchaba los repetidos y desparejos arpegios de aquel acordeón. Ya ni siquiera pensaba en Sofía. Tan sólo andaba, de memoria, por las ruidosas calles. Así llegó hasta la boca del Subte. Así, también, bajó por la escalera, incorporándose, anónimamente, a la callada marea humana que se deslizaba por los escalones. Así llegó hasta el andén, quieto, adormecido por la rutina. No había tánta gente, aunque era suficiente. Tal vez una mínima ventaja de haber salido tarde de la oficina ese viernes. Huir de la hora pico, pensó.
Mientras esperaba, vagamente distraído por la publicidad de los televisores de la estación, algo le llamó la atención. Tal vez un movimiento, tal vez algún tipo de percepción. No podía explicar por qué, pero los vio. Allí estaban. Eran cuatro, o cinco. Una mujer y cuatro tipos. Estratégicamente parados a su alrededor, simulando desconocerse. Pero algo los unía; tal vez un cierto parecido físico, tal vez una actitud en común. Octavio supo en seguida que eran ladrones, carteristas, pungas. Siempre estaban ahí, en las estaciones donde se hacen las combinaciones, donde se amontonan muchos pasajeros.
De repente, y sin saber expresamente por qué, se sintió en medio de una situación compleja, inexplicable. Una misteriosa adrenalina lo recorría entero, como una descarga eléctrica, desde su vientre. Había decidido actuar.
Para ellos, él era su próxima presa. Un tipo con un buen traje, concentrado en sus pensamientos, en la tarde de viernes, en medio de la muchedumbre. Para él, sin embargo, la oportunidad de ser señuelo, trampa, efímero héroe, aunque no supiera a ciencia cierta cuál fuera aquella extraña motivación.
Se aprestó a seguirles la corriente. Dispuso su mejor cara de tonto. Fingía tararear internamente alguna melodía. (Se le ocurrió la de una vieja serie de televisión que miraba cuando era niño, "Ladrón sin destino"). Sacó su billetera del bolsillo interno del saco, simulando buscar algo, para luego volver a guardarla. Tan sólo una artimaña para que sus cazadores la vieran. Pudo sentir las miradas. Ese oscuro y veloz diálogo de miradas y gestos que los cazadores hábiles usan para establecer tácticas, para definir estrategias. Su irracional plan estaba en marcha.
El subte se hacía escuchar por el lúgubre túnel, como un mecánico y distante anuncio. Estaba llegando a la estación, y con él, también, aquel vertiginoso instante donde burlaría a sus enemigos.
El corazón parecía estallarle adentro, por más que él intentara contenerse. La ansiedad lo estremecía por completo, mientras él fingía no saber nada, no esperar nada, nada más que el tren se detuviera, y se abrieran las puertas.
A medida que la formación iba frenando, la gente se amontonaba en grupos dispuestos frente a las puertas corredizas, agolpados, como animales enjaulados a punto de salir. (Qué mágica contradicción, siempre una puerta es la entrada y a la vez la salida desde algo y hacia algo; y lo que para algunos es entrar, para otros, lo mismo, puede ser salir.)
Octavio sintió cómo todos se juntaban. Sus victimarios lo rodeaban desde los lados, y desde atrás, como una herradura humana. Delante de él, una señora grande, muy robusta, con las caderas interminablemente anchas. Como una gran vaca al frente de la dócil manada espectante.
Y de pronto las puertas se abrieron. Aquel cerrojo de cuerpos engranados se contrajo, mientras dos o tres indefensos pasajeros intentaban salir del vagón a fuerza de empujones y puteadas, esquivando a la gran bovina de pollera floreada, primero, y al lazo de hampones que rodeaban a Octavio, y a algún que otro desprevenido, después.
Octavio casi temblaba de emoción y ansiedad. Las manos le sudaban. Cada músculo de su cuerpo se tensaba aún más, esperando el momento preciso para actuar, la oportunidad justa de vengar lo que todavía no le habían hecho, pero con certeza intentarían hacerle.
La voluminosa señora entró. Y cuando él se disponía a pasar, dos de los ladrones se le cruzaron a ambos lados, estorbándolo, empujándolo, dejándolo suspendido un instante, preparado para que alguno de los que se habían ubicado detrás ataque sus bolsillos, mientras el resto obstruía el paso de los demás pasajeros.
Y fue ahí, entonces, que Octavio actuó. Casi al mismo tiempo le dio un pisotón con el taco del zapato al ladrón de su izquierda, y al de la derecha, le asestó un certero codazo en las costillas que le devolvió un profundo y ahogado quejido de dolor. Octavio gíró sobre sí mismo y empujó a uno de los que estaban detrás, mientras el otro le dio una patada en el medio del pecho que lo catapultó al interior del vagón como a una bolsa inerte. Octavio chocó violentamente contra el pasaje, mientras las puertas se cerraban al unísono con la chicharra del subte, dejando afuera a los frustrados malhechores.
Pero Octavio siguió cayendo. Y quisieron las fuerzas del azar que la gran señora, que había ejercido de confortable colchón, amortiguando su forzoso aterrizaje, se derrumbara sobre su cuerpo caído e indefenso. La vio desplomarse, como una gran ballena, zambulléndose en los mares del sur, sobre su torso. Y al final de esa infinita caída, un ardor en su brazo derecho, un quebranto cálido y brusco, como un leño encendido. La batalla dejaba sus resabios, como una despareja montaña de heridos. Algunos golpeados, aún desprevenidos y sin terminar de entender la escena. Otros, esforzándose por levantar a la gorda, que chillaba como un cerdo enfurecido. Y debajo de todo, él, maltrecho héroe con su brazo fracturado y dolorido. Pero aquél profundo dolor no pudo borrar la íntima satisfacción de haber triunfado, aunque mal no fuese, una insignificante y efímera contienda. Y una tímida sonrisa se dibujó en su rostro, que no se disolvió ni siquera mientras el médico le tuvo que enderezar los huesos para luego enyesarlo.
Fue entonces que recordó un lejano incidente de su niñez, cuando jugando con otros amigos, cayó desde un pequeño muro; eventual escenario de alguna aventura. Y cómo aquel yeso, notoria marca, casi como un trofeo de guerra, lo ayudó a atraer las miradas y el solidario orgullo de sus amigos. Y también, la inocente fascinación de las chicas del barrio.

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