sábado, 15 de noviembre de 2008

Octavio en el Espejo

A Octavio siempre le gustó afeitarse. Para él, esta simple actividad, tan cotidiana como el café con leche, adquiría una dimensión particular, como un metódico rito.
Apenas podía despegarse de la cama, se dirigía al baño y abría el grifo de la ducha; para volver a entrar cuando el lugar estaba rebosante de vapor, como una nube impenetrable. El procedimiento era siempre el mismo. Se paraba frente al espejo. Apenas podía verse en él ya que tanta humedad condensada difundía su imagen. Ni siquiera intentaba desempañarlo. Le bastaba con descifrar los contornos de su cara, como un misterioso, y a la vez, conocido mapa. Se quedaba inmóvil un instante, tal vez reconociéndose. Y luego llenaba su mano de espuma. Cuidadosamente comenzaba a esparcirla por sus mejillas, por su mentón, por su cuello, su bigote, cubriendo cada centímetro de su cada vez más incierto rostro con aquella crema suave. Podría hacerlo con los ojos cerrados, y su precisión sería la misma; aunque ese extraño ser que lo observaba detrás de la bruma es esforzara por permanecer lo más oculto posible, contemplando, espectante y estático, oscuramente dócil. Aquellos ojos de vapor, envejecidos por la espera hurgaban en él como las pupilas vacías y hambrientas de un lobo solitario y herido. El tiempo había dejado en él demasiadas cicatrices. (Tal vez el tiempo detrás de los espejos sea diferente, más intenso; y mientras Octavio pasaba sus dedos encremados por la piel de su rostro, los días se sucedían en el Otro, profundos, sin interrupción y sin medida, marchitando sus facciones, cristalizando sus gestos hasta hacerlos ceniza.) Tal vez fuera eso. Una triste máscara de ceniza, desdibujada en el reflejo oblicuo y difuso, viendo pasar las horas, los años, a través de ese extraño que se afeita metódicamente, todas las mañanas.
Octavio pasaba los filos de la hoja con cuidado, lentamente, quitando prolijamente la espuma y la incipiente barba con íntimo placer, como si estuviera quitándose de sí aún más que eso. Tal vez algo que le sobra, que lo molesta, que lo perturba. Este minúsculo acto de liberación le otorgaba cierta paz, cierto confort con él mismo; una tímida satisfacción. Paulatinamente se sacaba la jabonosa crema, y los restos de piel de esa pálida careta que tánto le estorbaba. Aquella imagen taciturna, pasivamente hostil, que se confunde en las caprichosas formas del espejo empañado parecía disolverse poco a poco en el agua que escurría por el lavatorio. Era así, el agua llevaba todo, sin pausa, irremediable y poderosa, por los secretos laberintos de las tuberías. Por ese indescifrable universo de caños retorcidos y oscuros desagües. Quién sabe adónde acabarían los restos de esa cara horrible, desgarrada por el filo de la impune hoja de afeitar, y disuelta por el torrente inagotable y purificador del agua?
Octavio no se detenía hasta quitarse los últimos vestigios de espuma. Sólo entonces, y después de enjuagarse bien, y de secarse bien, cerraba la ducha. Y se quedaba contemplando el cristal nublado y gris, como a un cielo borrascoso. Lentamente la humedad se disipaba. Y él esperaba, con su cara limpia, que aquel espejo le devolviera su propia imagen, la que él quería ver. Esperaba eso como al sol en el amanecer del día. Y era entonces, sólo entonces, que podía salir de allí y comenzar su vida. La oficina, Sofía, el traje, la corbata, Sofía...
Otra mañana de lunes, o martes. Qué importaba! Ya todo encajaba en su sitio. Y así sería toda la jornada, y tal vez, la noche, hasta la mañana siguiente, cuando al afeitarse, frente al espejo empañado y confuso, peligrosamente incierto, aquel extraño rostro, deformado por el encierro, volviera a contemplarlo con sus ojos vacíos y punzantes, los ojos de un lobo solitario y herido que espera.

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